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Apuntes desde la jungla

No sólo resulta de buena educación, sino de estricta justicia comenzar por los parabienes. Así pues, enhorabuena a todos aquellos -pocos, pero tenaces- que se han pasado los últimos lustros despotricando del supuesto oasis catalán, describiendo nuestra vida política como una turbia trama de silencios cómplices, reclamando sangre y degüello. Enhorabuena porque, al fin, hemos pasado del oasis a la jungla. Es una jungla extraña, primeriza, y desconcertada, donde aún no está nada claro quiénes serán los cazadores y quiénes las piezas, cómo quedará de habitable el ecosistema tras la batida ni, menos todavía, qué sacarán en limpio los espectadores -esto es, los ciudadanos- de tan ruidosa aventura cinegética. Pero es una jungla donde se cruzan ya las descalificaciones, los gestos de menosprecio, las amenazas, los exabruptos; y, a algunos, esto les basta para exultar. Felicidades.

Recién llegado -como todo el mundo- al nuevo y frondoso biotopo en el que silban las cerbatanas y hienden el aire los machetes, me quedan todavía algunas preguntas sobre el camino recorrido, sobre cómo y por qué hemos venido a parar en esto. Verbigracia: si lo del 3% era, en palabras de Joaquim Nadal, "un clamor latente", si -según José Montilla- "estaba en el ambiente", ¿cómo es posible que nadie lo haya investigado seriamente en todos estos años? Nadie: ni ese periodismo nuestro tan implacable, tan incorruptible, tan progresista... y tan encantado de haberse conocido. Ni una judicatura bien poco sospechosa de simpatizar con Convergència i Unió. Ni tampoco aquellos partidos que, en la oposición durante más de dos décadas, tuvieron infinitas ocasiones para levantar la supuesta liebre, al menos para promover una campaña. La hubo en el caso de las loterías de la Generalitat, ¿y no sobre las al parecer flagrantes comisiones de las constructoras?

Más aún: después del cambio político de diciembre de 2003, el Gobierno de izquierdas encargó una auditoría sobre la herencia recibida, auditoría cuyos resultados se hicieron públicos algunas semanas atrás; en tal ocasión, el consejero Castells declaró no haber detectado entre sus predecesores conducta alguna que fuese perseguible ante los tribunales. ¿Ha sido descubierta después? ¿O, simplemente, Pasqual Maragall confundió por un momento el hemiciclo del Parlament con una discusión de café, de esas donde se puede soltar cualquier cosa sin necesidad de demostrarla?

Otro interrogante: suponiendo que el pago ilegal de comisiones por parte de las empresas adjudicatarias de obras públicas fuese tan notorio como apuntó el presidente de la Generalitat, ¿esa práctica habría estado circunscrita a la Administración catalana durante la era de Pujol, o sería algo transversal y generalizado? ¿Se hallan los grandes ayuntamientos catalanes, la Diputación de Barcelona, la Administración central que el PSOE ha regido durante 15 de los últimos 23 años, libres de toda sospecha en la materia? ¿Tiene algo que ver la posible respuesta a tales cuestiones con la celeridad de altos portavoces de la izquierda catalana en considerar inútil la búsqueda o imposible el hallazgo de pruebas incriminatorias contra CiU?

Ignorante como soy de las sutilezas del derecho, hay en este campo específico algunas cosas que tampoco entiendo. Afamados juristas afirman que la ya histórica frase maragalliana del 24 de febrero dirigida a los bancos convergentes no constituye injuria ni calumnia, pues se trata de una opinión política expresada en el fragor del debate parlamentario y amparada por la inmunidad. ¿Y, sin embargo, esa misma frase encendida e irresponsable -o sea: sobre la que no se puede pedir a su autor responsabilidad penal alguna- sirve de única base indiciaria para que el fiscal José María Mena abra "diligencias preprocesales"? ¿En qué quedamos? ¿Pueden las mismas diez palabras del presidente de la Generalitat ser a la vez una licencia retórica sin mayor importancia, y la denuncia tácita pero eficaz de un delito continuado y masivo?

Presumiblemente sorprendidos, descolocados ante la salida de pata de banco de su líder máximo, los demás dirigentes del PSC se han dedicado desde el pasado viernes a ejercer de bomberos, a frenar el incendio, a minimizar lo ocurrido. Es una actitud loable..., siempre que no caiga en lo grotesco. Y grotesco fue el análisis del ministro Montilla cuando concluyó que Maragall no tenía nada que rectificar porque "no hizo ninguna acusación formal". No la hizo, en efecto, y ahí reside la mayor gravedad del suceso: en que no concretó ninguna fecha, ningún nombre de persona ni de empresa, nada. De haberlo hecho, los acusados podrían responderle con datos, con pruebas de descargo. Pero ¿cómo se rebate la imputación genérica y elíptica del "tres por ciento"? ¿Qué defensa cabe ante la descalificación ética global de 23 años de gobierno? Si la querella es inútil, si el presidente se niega a rectificar en forma y sólo prescribe vaselina, ¿qué puede hacer Convergència i Unió? ¿Callar y otorgar, mientras la fiscalía va echando leña bajo la marmita mediática? Puestos a suicidarse, existen métodos más rápidos y menos dolorosos...

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Séame permitida, ya para concluir, una reflexión puramente especulativa. Hasta hace ocho días, la nube más negra que asomaba en el horizonte gubernamental catalano-español era el riesgo de que la ambición del nuevo Estatut y de la nueva financiación hiciera estallar las contradicciones entre el PSOE y el PSC, quebrase el tripartito en Barcelona y, de rebote, dejara en minoría al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en Madrid. Si, de resultas del "tres por ciento", el Estatut y la financiación quedasen en la cuneta, aquel peligro estaría conjurado, y encima con una coartada intachable: la lucha contra la corrupción. ¿Quién ha dicho, pues, que en esta crisis todos pierden?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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