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El tiempo del Quijote

Cervantes y Chaplin de la mano de Pierre Vilar, y de la voz precisa de Jordi Nadal, maestro de Historia. Nadie como ellos, los autores de El Quijote y de Tiempos Modernos para explicarnos las crisis, la crisis. Publicado El Tiempo del Quijote en Europe, en 1956, "revista del marxismo militante", enfatizaba el profesor ante los desconcertados alumnos de los primeros sesenta, conmemoraba el nacimiento de Miguel de Cervantes en medio de uno más de los espesos silencios de la Dictadura cuyo olvido se pretende ahora.

Con la ironía que no abandonara a Vilar en vida y obra, nos advierte la inconveniencia de alabar las de Charlot o las del genial manco, no vaya a ser que cualquier ministro o censor nos las prohíba, que no otra puede ser, al cabo, la intención de todo poder. Porque reír, aun de la propia desgracia, o gozar de la estratagema de los espejos cóncavos, de los espejismos, de las alucinaciones en la soledad, siempre ha sido comportamiento sospechoso para toda autoridad, y más si ésta es imbécil.

1956. Nàquera, Valencia, "escuela nacional", nocturna, entre fatiga y bostezos. Maestro rechazado, Juan Bautista Zanón, humilde, cachazudo. Lectura obligada de El Quijote. Selección de aquellos fragmentos que podían desperezar la mente, y los músculos resentidos por una tarea prematura. Risas, desconcierto ante la lengua apenas entendida, y lenguaje comprendido. En el cénit del "imperio legendario" que proclamaban las ondas y los periódicos del Movimiento inmóvil... Tan cerca Cervantes, tan lejos Vilar, y Europe.

Las riquezas huían, la plata y el oro emigraban, los mendigos y los pícaros eran plaga, los clérigos holgazanes legión, las manos muertas el común, mientras pecheros y ricoshombres se ahogaban en pitanzas descomunales y en hambrunas que subían de Andalucía o pestes que bajaban de Castilla. Santos, antaño Patriarcas o Beatos de la Iglesia romana rogando por sus siervos moriscos, minoría dentro de las minorías, que despoblaron de brazos y riqueza a los excluidos del festín de las Indias.

Hamilton y El tesoro Americano, Lapeyre y La expulsión de los moriscos, Fuster con Poetes, Moriscos i Capellans, contribuirían a poner las cosas un poco más claras. Desde otra perspectiva, más actual y menos literaria, pero no más precisa. En El Quijote está todo ello, y todas las contradicciones de una sociedad que se enfrenta a una inflación galopante, la monetaria, sin un Pedro Solbes que ponga bocado al caballo. Que de la mano de Hamilton proporcionará las bases históricas de la Teoría General de Keynes, en 1933, tres siglos más tarde de la segunda parte del gran libro.

Hay quien cree que estas conmemoraciones tienen mucho de hojarasca. Comparto el criterio. Tengo, sin embargo una objeción. Si sirven para que alguien se asome, por curiosidad o incitado por la efeméride a la lectura, bienvenido. Nunca habrá una sola lectura de este libro de las maravillas, en que se dan la mano las paradojas semánticas que estudiara Russell, y su controversia con Frege, que hacía las delicias de Josep Lluís Blasco -verdad y mentira, ante la perspectiva del ahorcamiento, que arranca de la fábula paradójica del antiguo Egipto y que retoma el galeote de Alcalá de Henares- o los razonamientos de los arbitristas como Gonzalo de Cellorigo base de las lucubraciones de Cantillon y la moderna ciencia económica. Además de la película, las ensoñaciones, y la capacidad de recrear la realidad desde su descrédito: "...hay ahorcados: cerca de Barcelona debemos de estar". No hay mejor resumen acerca del bandolerismo del siglo XVII en el campo catalán que esta descripción de las cercanías de la ciudad condal, en sublevación que anticipaba la que vendría mucho después, cuando ya se aproximaban los Tratados de los Pirineos, Westfalia, o las miserias terminales de Rocroi y els Segadors.

Cervantes, en efecto, no previó el futuro. No era su menester. Su diagnóstico, como en el caso de los moriscos, los desastres mediterráneos, incluido Argel y su peñasco; buen cronista, le hacen anticipar las fragilidades en el mismo momento en que la imagen del imperio "legendario" de nuestras escuelas infantiles alcanzaba su máximo esplendor; Portugal uncido a la Corona, tercios y armadas, escuadras y encomenderos repartidos por "donde no se ponía el sol". Y el sol se ponía en cada esquina.

No acaba aquí. Para nosotros, los valencianos, además de la broma de unirnos a gentes de malvivir en algún caso, como gitanos y murcianos -ni unos ni otros lo son, ni la bondad cervantina, demostrada con largueza lo prueba-, nos entrega la amenidad de la ciudad capital y de buena parte del territorio, que sin duda alguna conoció, como cautivo de ida y vuelta -como decían en Alicante hasta mediados del siglo XIX, al describir las lindes de los predios, "del cabo de las Huertas a Orán, mar mediante"- y pone a salvo del oficio inquisitorial, para salvar mente enfermiza de lectura de Tirant lo Blanc. Hechos que debieran hacer reflexionar, a la vista del clásico castellano y español a más de un aficionado inquisidor actual.

Confío que ni éstos, ni adustos y estirados contrarios a las efemérides se opongan al gozo de una festividad que a todos nos concierne, desde la libertad que el libro proclama, como el filme de Chaplin. Yo fui, y soy, feliz con ambos. Y me regocijé cuando me vi a lomos de Rocinante coronado por las estrellas de la Unión Europea en Bosnia: una Europa en la que se reconoce a Cervantes, y en la que nos reconoceremos pronto todos, desde el turco al portugués, del inglés al flamenco y valón, hombres y mujeres, con todas nuestras lenguas, en el lenguaje común de la libertad. Este libro de libros nos hace más libres. Por cierto, se editó en Valencia.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia.

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