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Columna
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Cómo perder las guerras

Javier Cercas

Escribir en los periódicos tiene estas cosas. Hará más o menos un año, mi madre me entregó un artículo publicado en Mundo Cristiano. "Habla de ti", me dijo. El artículo, en efecto, comentaba un artículo mío; contra todo pronóstico, era un artículo amable y hasta afectuoso; además estaba muy bien escrito. Días más tarde, en el curso de un viaje, alguien me habló de una novela titulada La guerra del general Escobar, de un tal José Luis Olaizola, premio Planeta en 1983; como los exquisitos no leemos los Planeta, yo no había leído la novela, pero recordaba vagamente la figura histórica del general Escobar; vagamente recordaba el título, aunque no el nombre de su autor. "Álvaro Mutis sostiene que es la mejor novela sobre la guerra civil española", me dijo mi interlocutor, y a continuación me contó su argumento. Fascinado, al volver a España me puse a buscar la novela; no la encontré, y al cabo de días o semanas de búsqueda infructuosa olvidé el asunto. A mediados de agosto del año pasado, sin embargo, recibí una carta de un desconocido; empezaba con un "Querido colega" y terminaba: "Un abrazo"; era amable, afectuosa y estaba muy bien escrita; junto a ella venía una copia del artículo de Mundo Cristiano; la firmaba la misma persona que firmaba el artículo: José Luis Olaizola. Inmediatamente me puse a buscar otra vez la novela; hace un par de meses la encontré; hace una semana la leí; ahora mismo no descarto que Álvaro Mutis tenga razón. A continuación resumo su argumento, un argumento que, hasta donde alcanzo, no se aparta de la peripecia real del general Escobar.

Hijo, hermano y padre de militares, padre de una monja adoratriz, a Escobar la sublevación del 18 de julio le sorprendió en Barcelona. No había pasado por la Academia, pero por entonces tenía el rango de teniente coronel de la Guardia Civil; pese a ser un hombre conservador y un católico fervoroso, jamás se le pasó por la cabeza la indignidad de sumarse a una rebelión contra el gobierno legítimo de la República, y sin dudarlo un instante se puso a las órdenes del presidente Companys. Fue así como resultó decisivo en la derrota de los sublevados en Barcelona, si bien siempre consideró un error que Companys no desarmara a los anarquistas y les entregara el gobierno efectivo de la ciudad, porque a lo largo de toda la guerra, Escobar luchó no sólo contra la traición de los militares golpistas, sino también contra el descontrol de los revolucionarios, de cuya vesania indiscriminada protegió por igual a cardenales y prostitutas. Algunos -de Malraux al presidente Azaña- lo describieron luego, en esos días tremendos de Barcelona, peleando en las barricadas pistola en mano, con un coraje inverosímil; Escobar -el Escobar de Olaizola- lo desmiente: según él, sólo hizo su trabajo. Convertido en hombre de confianza de Azaña, Escobar fue destinado al Ejército del Centro: combatió en Talavera, en Escalona, en Navalcarnero, y fue herido en la Casa de Campo, mientras contenía el avance imparable hacia Madrid de los facciosos. Como director general de Seguridad de Cataluña, en mayo del 37 reprimió la revuelta de los anarquistas, en el curso de la cual fue de nuevo herido de gravedad. Una vez recuperado, volvió a Madrid, peleó en la batalla de Brunete y en Levante, y al final de la guerra era general en jefe del Ejército de Extremadura. Por fin, al amanecer del 26 de marzo del 39, apenas seis días antes de la derrota final, por orden de la Junta de Defensa, rindió sus tropas en un descampado al general Yagüe. Éste le ofreció una avioneta para que huyera a Portugal; Escobar era el último general en jefe republicano que quedaba en España, pero rechazó la oferta. Incrédulo, Yagüe insistió; Escobar, que quizá no quería más que compartir el destino de sus soldados, contestó: "General, las guerras hay que saber perderlas". Un tribunal de oficiales rebeldes le juzgó por rebelión y fue fusilado en los fosos del castillo de Montjuïc el 8 de febrero de 1940; antes de morir se cubrió la guerrera con un capote, para que quienes iban a matarle supieran que sólo temblaba de frío.

Hasta aquí, el argumento. Pero en la novela -de factura muy tradicional, escrita en una prosa limpia y sin pretensiones- no escasean detalles inconfundibles de novelista experto. Alego uno, digno de Kafka, o de Kafka interpretado por los hermanos Marx. El 19 de julio, solo y desarmado, Escobar entra en el hotel Colón, donde se han hecho fuertes un grupo de insurrectos, para exigirles la rendición, pero justo antes de tratar de persuadir al jefe de los rebeldes advierte que sus guardias civiles se han atrancado al entrar de dos en dos en la puerta giratoria del hall… En fin. En su carta, Olaizola se confiesa católico, "sin llegar a la categoría de tu madre". También afirma que, pese al Planeta y pese a sus más de 60 libros publicados, no es un escritor conocido; debió de serlo, pero ya no lo es: los catálogos de literatura española reciente apenas registran su nombre. (Escribir tiene estas cosas). Ha cumplido 77 años y vive en Boadilla del Monte, cerca de Madrid. Puedo imaginarlo viejo, viudo, solo, católico y olvidado, como un trasunto vivo del general Escobar. No sé por qué, aún no he sido capaz de contestar su carta.

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