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Columna
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Cenizas

El miércoles le convirtieron en ceniza. En un horno crematorio de Londres alguien apretaría un botón y el escritor cubano se haría puro humo, un montón de cenizas. Todo acaba convertido en ceniza. Esos vegueros de Pinar del Río que duran una hora de perfecto placer o el edificio Windsor, torpemente quemado al calor de la noche madrileña. El caso es consumirse lentamente antes de terminar hecho polvo o ceniza. Es lo que pretendemos todos y es lo que pretendía Cabrera Infante, pero no pudo ser. Se le acabó el cigarro. Los cigarros, ya saben, son como las personas: todos son diferentes y cada uno tiene su propia duración, su propio tiempo.

Cabrera Infante era tres años más joven que el viejo Fidel Castro. Los dos se habían roto la rodilla o el fémur en los últimos meses, pero sólo Fidel sigue ahí, sólo Fidel se sigue consumiendo lentamente mientras sus compatriotas sobreviven a base de humo (las soflamas patrióticas son eso: puro humo). El dictador, por cierto, hace unos años que dejó de fumar, cosa que -que sepamos- no llegó a hacer jamás Cabrera Infante. El escritor murió con el cigarro entre los dedos, escuchando la música de Cuba, las guarachas, los boleros y sones de una isla que ya no era la misma que abandonó cuarenta años atrás, se dice pronto. El de Cabrera Infante es un ejemplo triste (al fin casi patético) del exiliado eterno. Ahora dice su viuda que las cenizas del escritor regresarán a Cuba cuando la isla "sea libre". No lo sé. Tampoco estoy seguro de que la desaparición del dictador cubano y el advenimiento de la libertad en la isla sean una misma cosa, aunque una, desde luego, dependa de la otra. Mal asunto. Pésimo asunto el del exilio eterno.

Recuerda el caso de Cabrera Infante al de los exiliados españoles tras la Guerra Civil. Cómo sus esperanzas se iban diluyendo con cada cumpleaños del Caudillo; cómo se iban quedando cada vez más solos, más aislados en su propia nostalgia, con los relojes quietos. Algunos, incapaces de resistir la tentación, asomaban la nariz al país, como Max Aub, y entonces era peor porque aquel sitio nada tenía que ver con el que habían dejado. En La gallina ciega, su libro de memorias, Max Aub se queja amargamente del país y sus paisanos. Esa no era la España que dejó, alguien le había dado el cambiazo. ¿Qué esperaba?

El exiliado eterno sabe que su destino es esperar, normalmente esperar a la muerte del dictador de turno. Horrible asunto, que tu vida dependa de la muerte de alguien que no se muere nunca (o eso llega a creer el exiliado). Pocos son los que logran resistir y vencer y volver. La mayoría no vuelven, y si vuelven lo hacen como Cabrera Infante según su viuda: hecho cenizas lo mismo que un Lancero de Cohiba. El exilio termina siendo una enfermedad y el exiliado eterno nos aburre igual que un calambur mil veces repetido. Es una historia triste la de Cabrera Infante, convertido en cenizas por una septicemia mientras el dinosaurio, como siempre, sigue ahí.

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