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Columna
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Cuatro

Desde luego, hace falta valor para entrar los primeros en esa torre churruscada y al borde del colapso. Vistos por la tele, los cuatro bomberos que subieron al Windsor abriéndose camino por la ruina negra tenían todo el aspecto de astronautas jugándose el pellejo en la exploración de un planeta hostil. Y al salir, embutidos en sus trajes de faena y con esa media sonrisa floja de haber pasado miedo y habérselo comido, parecían héroes de película americana. Tan sólo faltaban los violines triunfales del final feliz.

Pero lo mejor es que no son héroes, al menos no del tipo hollywoodiense. Hay una heroicidad legendaria que consiste en ejecutar algo monumental y definitivo, un acto absoluto de grandeza en torno al cual cristaliza la existencia entera del héroe, como si hubiera vivido toda su vida sólo para llegar a ese momento. Pero a mí los que de verdad me interesan son los héroes discretos, esa inmensa legión de personas normales, decentes, responsables, que se limitan a hacer frente a sus obligaciones, que dan todos los pasos que las circunstancias les exigen, pequeños pasitos unos detrás de otros que acaban por conducirles a la realización de auténticas proezas. Sin pretenderlo, sin buscarlo y sin rehuirlo.

Ya se sabe que en la vida abundan los idiotas y los miserables, e incluso los idiotas miserables. La ruindad de los demás nos desasosiega y nos abruma, y por eso se nos hace muy evidente. Y, sin embargo, casi nunca tenemos en cuenta a los otros, a los héroes civiles y pequeños, a los asistentes sociales, a los enfermeros, policías, guardias civiles, trabajadores de las brigadas de limpieza, artificieros, médicos, bomberos, obreros de la construcción, toda esa gente que recoge a los muertos y los heridos en los accidentes y las catástrofes, que desescombran derrumbamientos con grave riesgo personal, que apuntalan túneles inestables, que desactivan bombas y sanean covachas inmundas, que limpian y aseguran y ordenan y socorren. Que ejecutan, en fin, todos esos trabajos dolorosos, sucios y peligrosos que alguien tiene que hacer para que los demás podamos seguir viviendo cómodamente. Y ellos los hacen porque les ha tocado y porque, aunque parezca mentira, en el mundo también abunda la decencia.

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