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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Las urnas europeas

ABSTRACCIÓN hecha del porcentaje de participación reflejado finalmente en las urnas, los ciudadanos que acudan hoy a los colegios electorales verán simplificados los problemas que les pueda crear en otras convocatorias la decisión de escoger la papeleta. El voto en blanco (o intencionalmente nulo) no sería sino la manifestación activa -impulsada por la convicción ético-política de que la asistencia a las urnas constituye una obligación ciudadana- de la variante abstencionista que suelen practicar los indecisos que se declaran en huelga de sufragio pasivo por simple perplejidad. A efectos prácticos, el dilema será contestar o no a la interrogante sometida por el presidente del Gobierno -previa autorización del Parlamento- a referéndum consultivo de los españoles: "¿Aprueba usted el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa?".

Buena parte de los componentes de la abigarrada coalición negativa que rechaza el Tratado de la Constitución Europea llegan a esa compartida conclusión desde premisas muy diferentes

La complejidad del texto objeto de la pregunta y el insuficiente conocimiento de las implicaciones de las dos respuestas alternativas restarán fiabilidad a los resultados de la consulta. El Tratado Constitucional es el resultado de una dilatada y accidentada negociación entre 25 países, cuyos intereses y aspiraciones tuvieron que ser tomados en consideración y armonizados parcialmente por el Consejo Europeo de Bruselas de 17 y 18 de junio de 2004. La primera versión del texto pasó durante 17 meses por el cedazo de una Convención convocada con ese fin el 15 de diciembre de 2001 en la Cumbre de Laeken; la propuesta que aprobó mediante asentimiento esa asamblea deliberante de 105 miembros formada por representantes del Parlamento europeo, de la Comisión y de los Parlamentos y Gobiernos nacionales es la base del Tratado.

No sólo los Estados implicados en esa negociación multilateral debieron renunciar a buena parte de sus aspiraciones y buscar fórmulas transaccionales de consenso para hacer posible la firma de un Tratado puesto en grave riesgo por el fracaso de la Cumbre de Bruselas, en diciembre de 2003. Esos 25 países son sistemas democráticos operados por partidos que articulan las múltiples demandas de una sociedad plural cruzada por líneas divisorias de todo tipo; a la negociación exterior y horizontal entre los Estados se añade, así pues, otra negociación interior y vertical en el seno de cada uno de ellos. Los euromaximalistas parecen ignorar que los entendimientos parciales alcanzados en el curso de una discusión no pueden quedar fijados de manera definitiva ni encerrados en un inventario de problemas resueltos. Las piezas del rompecabezas -448 artículos, 36 protocolos y 49 declaraciones- mantienen conexiones de interactividad capaces de hacer repercutir de manera desmesurada -como el efecto mariposa en los tornados- cualquier cambio aparentemente mínimo de un precepto sobre el resto del articulado.

Los defensores del no sólo son conscientes de esas interdependencias en el espacio textual sometido a referéndum, sino también del lugar histórico ocupado por la Constitución en la larga marcha de Europa -sin hoja de ruta precisa y sin calendario previo- a la búsqueda de una personalidad jurídico-política transnacional; como los revisionistas en el debate de la socialdemocracia alemana hace un siglo, no piden peras imposibles al olmo interestatal y se preocupan más de avanzar en el camino que de prefigurar el porvenir. La coincidencia de los prescriptores del no en su conclusión compartida no se infiere, sin embargo, de las mismas premisas. Como suele ocurrir en las coaliciones negativas, los aliados coyunturales de ese común rechazo al Tratado Constitucional recorren la gama entera del arco iris: desde la derecha autoritaria hasta la izquierda radical; desde la eurofobia hasta el europaroxismo; desde el ultraespañolismo patriotero hasta el independentismo catalán, vasco y gallego; desde la indignación por la omisión de la referencia explícita al cristianismo (aunque tampoco sean citados el politeísmo greco-romano, el judaísmo, la mitología germánica y el agnosticismo) dentro de la "herencia cultural, religiosa y humanista" de Europa, hasta las ganas de castigar al Gobierno.

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