Insultar al prójimo
Hace muchos años que se repiten los cánticos y gritos racistas en los estadios. A causa de los que está recibiendo Samuel Eto'o y de sus pertinentes declaraciones, se habla de nuevo de la cuestión. No es un fenómeno exclusivo de los campos españoles. Hay precedentes en todos los países occidentales, y también en competiciones africanas, donde el racismo adquiere una dimensión distinta a la que conocemos y que se refiere a tribus, familia, política y religión. A menudo, los que se dedican a presionar al adversario insultándole utilizan el racismo como un instrumento. No es el único. Buscan cualquier característica obvia para desacreditar al rival. Si es rubio y con ojos azules, le llaman maricón; si es israelí, imitan el ruido de las cámaras de gas, y si saben que tiene un familiar enfermo, corean el nombre de la enfermedad.
La naturaleza de los espectáculos de masas, con la identificación que arrastran y los intereses en juego, siempre ha fomentado la estupidez impune. La frontera entre el odio y la rivalidad no está clara para los más fanáticos (que no siempre son los más pobres). Primero se insulta al portero cuando saca, luego al árbitro, y enseguida se pasa a corear gritos xenófobos, como si todo formara parte de una inofensiva liturgia. El origen de todo está en la educación. La tolerancia de la que gozan los chistes racistas o que fomentan el odio entre comunidades (una practica creciente en Internet, amplificador de una realidad que ya existía y que organiza algo tan peligroso como la xenofobia lúdica) es el caldo de cultivo para imponer el engaño de que sólo se trata de una gamberrada.
Sería bueno condenar estas actitudes desde los mismos estatutos de los clubes, rebelarse y expulsar a quienes las practican como se echa de los bares a los que no saben beber. Y sobre todo, que no paguen justos por pecadores. Conviene diferenciar el legítimo insulto deportivo de la aberración. Por suerte, muchas aficiones consideran prioritario animar a los suyos en lugar de meterse con el rival. En el libro The best book of football songs and chants, Nick Hancock recogió los himnos que suenan en las aguerridas tardes del fútbol británico, pero también cánticos que insultan directamente al rival y que basan su efecto no en una característica sexual, racial o religiosa, sino en la rivalidad a secas, coreada en un contexto que, aunque no lo parezca, evita males mayores. Lo malo es cuando alguien, a veces con más desconocimiento que maldad, introduce en las letras referencias a la raza. Conceptos como bastardos, mierda y cobardes aparecen en esas letras y, coreados por la grada, intentan desestabilizar a los rivales. Los más grandes resisten la presión, pero ¿quién controla la onda expansiva de los cánticos racistas, que se convierten en violencia fuera de los estadios? Por fortuna, existen mil maneras de insultar al prójimo manteniendo el control sobre la ironía. Hace poco, un buen amigo me regaló una joya titulada The big book of sport insults, en el que David Milsted ha recopilado consignas y comentarios vejatorios del deporte. La mayoría son francamente ingeniosos, pero también los hay denigrantes. Mantengámonos en el lado de la intimidación civilizada, pues. Ejemplo de presión psicológica inteligente recogida por Milsted. En 1982, cuando la selección de fútbol de Escocia se enfrentó a la de la URSS, un aficionado con una visión sensata de la historia desplegó una enorme pancarta en la que se leía: "Alcoholismo contra comunismo". A juzgar por cómo acabó la URSS, yo diría que ganó el alcoholismo.
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