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Columna
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La mesa

Nadie quiere quedarse sin su muerto, sin su ración de muerte, porque resulta claro que la sangre alimenta una barbaridad (desayuno y merienda ideal, igual que el Cola-Cao de nuestra infancia autárquica). Ahora sabemos (lo hemos sabido siempre) que ETA quiere poner "muertos encima de la mesa". Al fin y al cabo, ése es su único oficio: poner muertos. Lleva décadas largas poniéndolos sobre el altar sagrado de la patria. En La tierra convulsa, su última gran novela, Pinilla nos explica un muy plausible origen del altar-mostrador de los vascos. En ese mismo altar o mostrador hemos visto esparcida, entre txikitos y retórica hueca, la casquería fresca de cientos de fiambres. La España biodiversa (que le dicen) encima del sangriento mostrador.

Ponga un muerto en su mesa. Hay que poner una ración de muerto, con su correspondiente aliño nacionalsocialista, encima de la mesa de la tasca, lo dice y lo pretende, al parecer, un individuo al que llaman Txeroki, y no hay motivos razonables que induzcan a pensar que semejante pretensión es ficticia. Incluso habían hecho el sorteo preceptivo y tenían ya los nombres y las direcciones de los afortunados. Su porvenir estaba encima de una mesa. Una mesa versátil, multiusos: altar y mostrador, mesa de carnicero y de negociación, catafalco y camilla. Sus nombres, igual que en el poema de Blas de Otero que Madrazo pondrá en el monumento dedicado a las víctimas del franquismo en el parque de Doña Casilda, estaban ya temblando en un papel, encabezando la siniestra lista de futuros cadáveres encima de la mesa-mostrador.

En Brasil, la noche antes de su asesinato (el miércoles), Dorothy Stang, una monja norteamericana de 74 años distinguida por su lucha en defensa de los campesinos en el Estado amazónico de Pará, visitó la cabaña ocupada por los pistoleros que la iban a matar. Les pidió por favor que cambiaran de idea y no lo hicieran. Antes había escrito en los periódicos denunciando la impunidad de los sicarios y de las compañías madereras que los asalariaban. Nada sirvió de nada. Los pistoleros eran profesionales y pusieron su muerto (su muerta) encima de la mesa a la mañana siguiente. Cuentan que los matones no tuvieron valor, cuando la monja les pidió cara a cara que no la matasen, de decirle que pensaban hacerlo. Los sicarios callaron como putas. Es lo que, habitualmente, hacen los asesinos cuando alguien (normalmente sus víctimas) les sugiere educadamente que le dejen seguir pagando sus impuestos y comprando tabaco en el estanco. El silencio suele ser la respuesta. No hay remedio.

Ése es el gran problema: hay que poner un muerto encima de la mesa para seguir hablando, y después otro muerto y luego otro, quizás el anteúltimo. La mesa pide muertos. El altar pide muertos. El conflicto infinito se alimenta de muertos (desayuno y merienda ideal). No es Txeroki, es la mesa la que pide vorazmente muertos. Habría que acabar con esa mesa de una maldita vez ahora que en Barakaldo van a poner Ikea.

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