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Reportaje:MÚSICA

Schoenberg, la música sin atributos

Si dijéramos que todo gran artista sólo es comprendido cuando se convierte en metáfora, no sería raro que se nos reprochara un dudoso tufo borgiano. ¿Pero no es ése, acaso, el trato que les ha correspondido a los grandes de la música? Mahler o la neurosis, Beethoven o el destino que llama a la puerta, Mozart o la felicidad creativa, Bach o el protestantismo laborioso en su máxima expresión, Wagner o la megalomanía germánica... Pues bien, Arnold Schoenberg (o Schönberg, con una diéresis que él mismo suprimió cuando se nacionalizó americano) es uno de los grandes en busca de metáfora. Metáfora en singular, además, ya que quizá su problema sea la abundancia de ellas. Durante todo el siglo XX, representó la vanguardia, la ruptura con la tonalidad, la creación de la dodecafonía, el expresionismo musical, la airada reacción del artista judío ante el abismo del Holocausto, la abstracción, el formalismo diabólico, etcétera, demasiado, en todo caso. A la labor de interpretar lo que Schoenberg pudiera significar se aplicaron desde Thomas Mann hasta Adorno; Boulez anunció su muerte con una prisa sospechosa tras su fallecimiento real (1951), y luego un limbo aderezado por algunas de sus obras y del que periódicamente se constata que su música es demasiado buena como para dejarla de lado, aunque, ¡ay!, parece aquejada por una suerte de incomodidad o malestar que no remite con el tiempo.

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Un proyecto modélico

Y si queremos alguna prueba de ese malestar, difícilmente vamos a encontrar mejor ejemplo que Die Glückliche Hand (La mano feliz), extraña ópera corta y, muy probablemente, la obra cumbre del expresionismo musical. Mañana, día 20, se estrena en España, 93 años después de su creación, y en versión de concierto, además. Su versión para la escena parece fuera de los cálculos de cualquier institución lírica española para varias generaciones. Pero tampoco España es un caso aislado y esta obra, extraña y fascinante, ha sufrido un purgatorio cuyas claves se extienden en varias direcciones. En primer lugar, se trata de una ópera de media hora, que exige un efectivo orquestal abultado, doce cantantes de coro, un cantante solista y dos personajes en escena; la escritura musical está erizada de dificultades, pero no más que otras óperas de la época, como Wozzeck, Lulu o ese Moisés y Aaron, del propio Schoenberg, que ninguna ciudad rechaza ya (salvo Madrid). La primera trasgresión, parece ser la del formato. Y no está sola, ya que suerte similar han corrido experiencias líricas de Bartok, Falla, Ravel, Stravinski y hasta Puccini cuando se atrevió a realizar óperas cortas. Parece que la ley del formato, como en el cine, resulta insuperable.

Pero no sería lo único, La mano feliz es una experiencia escénica abstracta marcada por la exacerbada simbología, el uso estructural del color y un argumento que no envidiarían los futuros surrealistas. Se abre la escena con un coro de doce hombres (¿les resulta familiar el número doce?) de los que destacan sus ojos enmarcados en rostros pintados de color y un fondo oscuro que funde sus siluetas (unos ojos intensos sobre un rostro casi abstracto es uno de los temas recurrentes de las pinturas que Schoenberg realizó con una intensidad maniaca). En primer plano, un hombre está tendido en el suelo y sobre él hay un animal mitológico que muerde o sujeta su nuca. El hombre deambula sobre símbolos, demuestra a unos obreros que es capaz de producir la joya más extraordinaria con un simple golpe de martillo y, por supuesto, de su mano feliz que, sin duda, Schoenberg relaciona con su magistral oficio musical, pero que no lo libera de la angustia.

Compuesta entre 1908 y

1912, La mano feliz es un cruce de caminos entre el simbolismo, el expresionismo e incluso una cierta categoría de psicoanálisis. Es, también, el momento de máxima intensidad en la relación que Schoenberg estableció con Kandinsky y que le llevó a colaborar con el almanaque Der Blaue Reiter. En ese mismo periodo, el pintor realizó una experiencia escénica llamada El sonido amarillo, título explícito de aquella tendencia expresionista hacia la sinestesia, o la capacidad de diferentes sentidos para relacionar las sensaciones.

Años más tarde, Schoenberg habló de esta obra en una conferencia en Breslau, en 1928, y rechazó, como era esperable, todas las etiquetas: simbolismo, expresionismo... Para Schoenberg, La mano feliz era el intento de "hacer música con los recursos de la escena". Como el propio músico era consciente de que tal explicación era tramposamente sencilla, aclaraba que su intención era desarrollar "el arte de la representación de los acontecimientos internos". Hoy día, sin embargo, se hace muy difícil explicar que tal cosa sea algo distinto de los estereotipos del simbolismo o el expresionismo.

Pero lo que está muy claro es que, entre 1910 y 1914, expresionismo, simbolismo, abstracción, forma pura o incluso acontecimientos internos (para usar la terminología del propio Schoenberg) se dieron la mano, quizá feliz, para indagar ese algo más que los visionarios artistas de principios del siglo XX intuían como un mundo regido por la sensibilidad. En el plano musical, Schoenberg creó una obra de extraordinaria calidad y discutible, pero muy significativa, desde el punto de vista de su contenido escénico, y por razones acaso ridículas seguimos sin conocerla y, por tanto, sin evaluar su peso en la historia del arte. Otro héroe de aquellos años, Oscar Wilde, hizo decir al Herodes de su Salomé esta frase: "No se deben ver símbolos en todo, la vida sería imposible". Hagamos caso al gran dandi y no nos preguntemos si hay alguna simbología en el hecho de que en España no se haya interpretado en vivo esta obra y que quizá algunos, los menos jóvenes, no la veamos nunca en una escena, aunque, eso sí, el expresionismo pueda coleccionarse en láminas y decorar paredes con esos violentos acordes de colores cuya correspondencia musical aún produce rechazo.

Dibujo de Schoenberg para 'La mano feliz'.
Dibujo de Schoenberg para 'La mano feliz'.BELMONT MUSIC PUBLISHERS/LOS ANGELES

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