Europa, identidad abierta
La campaña del referéndum europeo apenas ha llegado a la calle. Buena parte de la clase política sufre este penoso provincianismo que convierte al negocio propio en lo único importante. Poco importa que Europa sea el más ambicioso proyecto de creación de una potencia supranacional basada en los principios democráticos jamás diseñado. Poco importa que Europa sea el único horizonte en el que las instituciones del bienestar puedan hacerse sostenibles. Poco importa que la construcción de Europa sea indispensable para equilibrar un sistema de gobernabilidad del mundo del que EE UU se está apropiando. Aquí cada cual va a sus cálculos miserables de coyuntura política.
La derecha española nunca ha sido especialmente europeísta. Y cuando, distanciada ya de sus peores tradiciones, parecía que llegaba el momento de asumir plenamente Europa, Aznar se convirtió en el ariete del interés americano en debilitarla. El PP es ahora defensor formal del sí, pero está sembrando permanentemente invitaciones a la abstención (porque creen que una participación muy baja debilitaría a Zapatero) y de reconocimientos al no (porque saben que muchos de los suyos todavía ven a Europa como almoneda de la patria). Los nacionalismos conservadores periféricos han sido tradicionalmente europeístas. El PNV no ha vacilado. Pero Convergència, sí. Sus pugnas con ERC por la hegemonía nacionalista en Cataluña estuvieron a punto de dar el traste con uno de los signos de identidad del partido. Sólo en los socialistas no hay estados de ánimo contradictorios. Felipe González dejó sentada de modo inequívoca la apuesta por Europa.
Durante los años del tardofranquismo queríamos ser como los europeos. Europa era un sueño y los sueños, a diferencia de las utopías, a veces se alcanzan. En Europa estamos. El artículo primero de la Constitución funda Europa sobre "la voluntad de los ciudadanos y de los Estados europeos de construir un futuro común". Europa alcanzará su plenitud cuando la expresión "Estados europeos" pueda ser suprimida. Mientras, los gobernantes seguirán pensando que el poder está en el Estado más que en Europa y los ciudadanos la seguirán viendo como algo lejano.
Europa, afortunadamente, nunca será una patria. Entre otras cosas porque, si la patria va vinculada a un territorio, Europa no tiene siquiera unos límites cerrados y definidos. Las patrias son construcciones mentales, Europa también. Pero es una construcción que se define por su carácter abierto y formal: no pretende imponer un relato único. Y en este sentido, Europa es un primer gran paso hacia la segunda revolución laica. Europa supera la vieja idea de pueblo, esta entelequia, legitimada por la sacralización de lo telúrico, que pretende situarse por encima de los individuos, comprometidos orgánicamente con algo que ni siquiera han elegido. Europa es un territorio de elección, no de determinación. Y desde esta idea se hace posible avanzar en la separación de nación, lengua, cultura y Estado, y, por tanto, frenar el dislate del multiculturalismo que fractura. Como dice Bronislaw Geremek, uno de los europeístas de siempre que viene del Este: "No hay nada biológico en la idea de identidad europea, no hay ningún vínculo de sangre en el origen de la identidad europea, sino una elección, la voluntad de vivir juntos, la voluntad de organizarse conjuntamente".
El proceso requiere su tiempo. El rozamiento con los Estados es un freno permanente. La experiencia de la inmensa mayoría de los ciudadanos es todavía local y nacional mucho más que global, con lo cual el proceso de secularización que la segunda revolución laica anuncia respecto de los nacionalismos, como en la primera ocurrió con las religiones, va para largo. Si la crítica ha sido la gran fuerza de Europa, que le ha permitido dar saltos adelante en momentos decisivos -por ejemplo, el de la fundación de Europa para hacer posible la paz perpetua-, la identidad europea siempre será minimalista. Como dice Tzvetan Todorov será "una identidad formal que no da un sustrato. Indica una actitud, no un resultado". No hay una esencia de Europa, por eso es siempre una puerta abierta a quien quiere compartir un marco formal de referencias comunes. Si la revolución conservadora sigue progresando en EE UU, quien sabe si algún día la liberal Nueva York pedirá el ingreso en la UE.
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