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Columna
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Resfriados

Cada invierno, los fríos agresivos, los cambios bruscos de temperatura y sus insidiosos aliados, los plantones en la acera y el error a la hora de elegir la ropa, nos vuelven vulnerables a dos trastornos sin cura: el resfriado común y la creencia de que se puede prevenir por medios mágicos. Son dos trastornos leves si no pasan de ahí, sobre todo el segundo. Pero mal cuidados pueden degenerar en enfermedades verdaderamente malas.

Parece demostrado que contra el resfriado común no hay más defensa que las que tiene el organismo de cada cual. Y que no se puede aumentar la plantilla como hacen los hoteles de la costa en temporada alta. Un insumo brutal de vitamina C o de los derivados de la equinácea sólo sirven para colorear y perfumar la orina. Es triste, pero es así. Ahora bien, como nos negamos a aceptarlo, cada año aparecen nuevos compuestos, unos por vía oral, otros en forma de inyección y otros en forma de parche o de sahumerio, que se venden como rosquillas. Los médicos se niegan a recetarlos, porque su eficacia, más que dudosa, no compensa los posibles efectos secundarios. Y si finalmente se avienen a recetarlos o a dar su asentimiento a que alguien los use, lo hacen para no herir la susceptibilidad del paciente, siempre propenso a sentirse incomprendido, cuando no a interpretar el escepticismo en términos de oscurantismo o contubernio.

Aceptamos los grandes males con resignación, incluso con admirable entereza, porque la naturaleza humana está preparada para la tragedia. Pero no podemos aceptar que no tengan remedio las pequeñas contrariedades de la vida diaria, sobre todo si se vienen en forma de tragicomedia costumbrista, como es el estornudo, la tos y los moquitos. Y aún nos cuesta más aceptar que los remedios sean lentos, inciertos, parciales y engorrosos, tan semejantes, en suma, a todo lo demás. A los médicos, denostados por su hostilidad a los remedios alternativos, nadie les obedece cuando nos recomiendan algo eficaz para luchar contra el resfriado: comida sana, lavarse las manos a menudo y, al primer síntoma, guardar cama y mucho líquido. Inmersos en un mundo de mitología casera y simplificadora buscamos a todo panaceas, mientras la sobria realidad se nos sube literalmente a las narices.

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