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Flores de otro mundo

Previendo las miles de flores que vamos a regalarnos hoy, día de San Valentín, mi pobre intelecto se debate de nuevo. Quizá, a quienes de ustedes hayan visto la película María, llena eres de gracia, les pasará lo mismo. En ella, la protagonista, embarazada y hastiada de ser explotada en una maquila de cultivo de flores para la exportación (su trabajo es eliminar las espinas de las rosas), se aventura en otro de los grandes negocios exportadores colombiano. Su vientre transportará droga.

San Valentín (superando a nuestro tradicional Sant Jordi) es el día de mayor volumen de ventas de flores en el mundo. En Cataluña tenemos buena producción local de flores, que se complementa con importaciones de otros países, entre ellos Colombia y Ecuador, que han irrumpido en este sector no tradicional promovido por las políticas del Banco Mundial. Colombia es el segundo exportador mundial de flores y dedica una superficie similar a la de Euskadi al cultivo de claveles, rosas o lirios. Tristemente, en estas empresas los mil colores de las flores se entremezclan con demasiadas oscuras historias similares a la de María.

En Colombia, de los empleos que la floricultura genera, el 80% es ocupado por mujeres. La gran mayoría de empresas no autorizan la sindicalización y exigen cualquier cantidad de horas extras sin remuneraciones especiales, con contratos (previa exigencia de la prueba de maternidad) de muy corta duración, y es habitual el despido cuando quedan embarazadas. Como en muchas otras partes del mundo, la economía competitiva sobrevive gracias a salarios indecentes: lo que pagamos por 24 rosas es el equivalente al sueldo mensual de una trabajadora del sector, que no alcanza ni a la mitad de la canasta básica en Colombia. El uso intensivo de plaguicidas es el responsable por inhalación, ingestión y contacto dérmico de las altas tasas de enfermedades laborales (migrañas, gastritis, alergias, etcétera), además de producir altos impactos ambientales. Son también cultivos que demandan altísimas cantidades del preciado recurso que es el agua. Se calcula que la cantidad de agua utilizada actualmente es el equivalente al consumo de una ciudad de 600.000 habitantes.

Pero les decía que cavilaba sobre esta agricultura globalizada en la que los países ricos y los consumidores podemos beneficiarnos de los recursos ecológicos de los países del Sur, una vez agotada buena parte de los nuestros. En contra de los postulados del libre mercado, los datos confirman que en la medida en que aumenta la disponibilidad de todo tipo de frutos agrícolas del Sur, crece la vulnerabilidad alimentaria de las poblaciones campesinas de las regiones productoras. ¿Pasan las soluciones a estas injusticias sólo por luchar por la mejora de las condiciones de trabajo en estas empresas y por la introducción de precios justos que incorporen los costes socioambientales? Sabiendo que se utilizan las mejores y más fértiles tierras no para producir alimentos en países con serias deficiencias alimentarias, sino para cultivar flores con destino a Estados Unidos y la Unión Europea, ¿no debería ser esencial incorporar al debate las responsabilidades propias de una sociedad que, tal vez desde el desconocimiento, permite un modelo de sobreproducción y sobreconsumo?

En Las uvas de la ira Steinbeck narra que durante la irrupción de la agroindustria en Estados Unidos el tractor -que no es nada más que metal que ara la tierra- arrasa como un tanque cuando no es propiedad de los campesinos y cuando surca la tierra que tampoco es de los campesinos. Nosotros, que somos algo más que metal, deberíamos exigir alternativas al modelo de agricultura competitiva globalizado para no convertirnos indirectamente en consumidores responsables de hacer sangrar las manos de trabajadoras colombianas.

Gustavo Duch es director de Veterinarios sin Fronteras.

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