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SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | 23ª jornada de Liga
Columna
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Tarjeta roja

Hacia el viernes, todos los intereses cristalizan en el mapa de la Liga: los presidentes mueven cifras siderales de ingresos y gastos; los tesoreros cuadran los balances del mercado de invierno; los entrenadores rebobinan sus cintas de vídeo, repasan las estadísticas y exploran combinaciones, desdoblamientos y otras sutilezas para sorprender al contrario. Mientras los jugadores apisonan sus bolsas de viaje y se despiden de la familia hasta el lunes, decenas de reporteros bullen en las interioridades de la redacción y clasifican a toda velocidad declaraciones, partes médicos y listas de convocados. A la misma hora, los cronistas consultan, inquietos, sus propios oráculos: relacionan datos, soplos, pálpitos y recuerdos para presentar algún pronóstico medianamente sensato a la concurrencia. De pronto, dos ríos paralelos, uno de tinta y otro de dinero, desbordan calles, andenes, quioscos y taquillas camino del estadio.

Sin embargo, tanta pasión y tanto cálculo son indiferentes. Porque a la misma hora, en algún lugar anónimo de la ciudad, cierto vecino del quinto termina su semana laboral: vuelve a casa, dobla la gabardina, consulta el horario de trenes, cumplimenta a su madre, besa al niño, pide un yogur y prueba un silbato. Aunque por el momento pasa inadvertido, todas las figuras del tinglado, todos los ídolos, mitos, cábalas y recursos, están en sus manos. Este personaje anodino que frecuenta los vestíbulos y la crema aftershave tiene sencillamente la llave del tesoro. Es el árbitro.

Si los partidos se resolviesen después de cincuenta situaciones de gol, su papel sería secundario: malograría los mejores pases con la excusa del offside, consentiría las faltas tácticas, castigaría cualquier efusión de los atacantes, permitiría que los defensas centrales desnuden impunemente a los delanteros, y el desenlace seguiría siendo el mismo. Pero en un partido medio hay muy pocas ocasiones de peligro, así que, bien administrados, tres de sus disparates pueden pervertir el resultado y la competición.

Por eso es imprescindible que las federaciones entren de una vez por todas en el tercer milenio. Que, como en todos los deportes evolucionados, incorporen una mesa facultada para actuar inmediatamente con ayuda de la moviola y del oportuno programa de ordenador. Si consideramos que el lanzamiento de un tiro libre o una incursión del masajista suelen demorarse más de treinta segundos sin el más mínimo reproche, emplear diez para validar las jugadas clave carecería de importancia. Algunos teóricos de la imperfección dirán que el error arbitral tiene su encanto, pero está probado que nadie lo echa de menos cuando desaparece. Y, por tanto, sobra.

Tengan claro los carcamales de la FIFA que unos mil millones de excéntricos estaríamos encantados de vivir sin él.

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