Destellos de desesperanza
Siempre me resultó llamativo el hecho de que El país de las últimas cosas, la única novela de ciencia-ficción o ficción de anticipación (dibujar una sociedad del futuro sobre las ruinas materiales y morales de una sociedad del presente) que escribió Paul Auster fuera precisamente con la que mostrara mayor disconformidad. Intuí en esta actitud un acto de arrepentimiento, como si no fuera leal a la novela con mayúsculas traicionarla con una de paisaje futurista. Seguramente no es cierta mi sospecha, pero es que a veces las casualidades suelen ser sospechosas, como lo sabe el mismo escritor norteamericano. En la novela española no hay estos problemas. La ciencia-ficción es un género de catacumbas. Se ignora a quienes la practican. Pero tienen su reserva. Revistas, ensayos, incluso librerías, y literatura de la buena, como para no sonrojarse cuando tienen que codearse con las del extranjero. Curiosamente, los lectores españoles suelen asumir con comodidad las reglas de la novela policiaca, incluso la fantástica, pero la ciencia-ficción parece que fuera cosas de americanos o ingleses, cosas con las que no se puede firmar ningún trato. Nicolás Casariego ha escrito una novela de anticipación. Es perfectamente comprensible que la misma editorial, asumiendo probablemente este inconsciente prejuicio hacia este género, se cuide mucho de nombrar lo innombrable, y prefiera en su contraportada hacer pasar a Cazadores de la luz con la gaseosa etiqueta de intriga. Quiérase o no, Cazadores de la luz es una novela escrita en una clave estilística y estructural que ha dado grandes nombres a la literatura a secas. ¿Vamos a preguntarnos si son buenas La naranja mecánica, de Burgess, o Las sirenas de Titán, de Kurt Vonnegut Jr., o cualquier novela de Ballard, por el solo hecho de ser novelas de ciencia-ficción?
CAZADORES DE LA LUZ
Nicolás Casariego
Destino. Barcelona, 2005
315 páginas. 19 euros
Ninguna de las novelas y los nombres que he citado más arriba tienen que ver estrictamente con la novela de Nicolás Casariego. Apelaba a ellos con el propósito de definir una atmósfera, una manera específica de relacionarse los personajes, también un sistema de descripción de los paisajes humanos y físicos (leáse Solaris, de Stanislaw Lem, para comprobar este capítulo de la construcción narrativa). Todos los géneros tienen sus reglas pero una vez satisfechas éstas, o redefinidas, se impone una única exigencia común a toda la narrativa: que la historia que nos cuente tenga que ver con la condición humana y que sus reglas alcancen el estatuto de representatividad y operatividad moral que tienen las reglas del arte en general. Garantizo que Cazadores de la luz llena estos requisitos con creces. El argumento de esta novela se desarrolla en una ciudad innominada, una ciudad-sociedad donde el valor que impera es la transacción de valores materiales en contra del intercambio de los valores espirituales. Dos personajes crecen, narrativamente hablando, al abrigo de esta dinámica inhumana, Mallick, el vendedor compulsivo, y Stork, la muchacha que espera hasta el final que el amor oficie alguna nota de esperanza y redención. En la ciudad se ha prohibido inventar, por ella apenas deambulan animales que representan a las especies que ya han desaparecido y todo lo que importa es que quienes la habitan sean una imagen impoluta antes que toda exigencia de ser. Para los que hemos leído ese bellísimo relato que Casariego tituló La noche de las doscientas estrellas (título del libro), les puedo asegurar que Cazadores de la luz está en su mismo registro de intensidad, ese mismo áspero sentido lírico con que sólo se puede representar la desesperanza más radical.
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