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Auschwitz: ¿nunca más?

En 1963 visité el campo de Auschwitz-Birkenau con mi viejo amigo Fernando Benítez. Lo visitamos en silencio. Todo comentario resultaba superfluo, si no insultante. La vasta soledad de ese territorio de la muerte era poblada por un desfile interminable de víctimas, portadora cada una de un nombre que se resistía a morir. Con una crueldad que renueva la vigencia de Kafka como el escritor profético del siglo XX, cada prisionero, al ingresar en Auschwitz, debía contestar a una pregunta de sus victimarios: ¿a quién debe dársele la noticia de su muerte?

Auschwitz se ha convertido en el Nombre del Mal. Primo Levi, David Rousset, Eli Wiesel, Jorge Semprún, muchos más, han dejado los terribles testimonios de los que el segundo llamó, en un libro de cabecera del mal histórico, El universo concentracionario. Auschwitz fue el sello fúnebre de un imperio racista, originado en los delirios de un pornógrafo lunático, Julius Streicher, quien veía al mundo entero como una lucha entre arios y judíos por "dominar al sexo femenino". Este maniático leyó el subconsciente de Hitler, quien, a partir de 1933, estableció el "universo concentracionario" -Dachau, Buchenwald, Auschwitz, Treblinka, Midanek- a fin de librar al mundo de la "peste judía", pero también para aniquilar a homosexuales, gitanos, comunistas, socialistas y cristianos adversos al Reich.

Seis millones de hombres, mujeres y niños inocentes murieron en los campos de Hitler. Acaso la estadística más atroz esté, no en este número, sino en los que dejó el administrador del Departamento de Economía del SS, Oswald Pohl. Además de los veinte mil cadáveres diarios producidos por los campos, Pohl calculó que la expectativa de vida de un prisionero era de nueve meses (el mismo tiempo requerido para nacer y para morir). En esta estimación del verdugo, durante ese periodo de tiempo, cada prisionero vivo y empleado en trabajos forzados podía darle al Reich un provecho de mil quinientos marcos diarios, sin contar el valor de dentaduras, cabellera, ropa y otros bienes. Sin embargo, advierte Pohl, el gasto de cremación de cada prisionero era de dos marcos, a deducir del beneficio arriba mencionado.

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Hubo opositores internos, dentro de los regímenes alemán e italiano, a los campos de la muerte. Hjalmar Schacht, el genio de las finanzas alemán, le advirtió a Hitler que la supresión de los judíos acarrearía una grave crisis, dada la aportación hebrea a la economía del Reich. Iguales razones ofreció Mussolini para diferir, hasta la última hora, la persecución de los judíos italianos, relatada con arte y emoción por el novelista Giorgio Bassani en El jardín de los Finzi-Contini.

Sobra decir que estas advertencias desde adentro no prevalecieron sobre un hecho que Hobbes describe maravillosamente en el Leviatán como resorte primario del poder: "La Pasión, cuyo origen es la Soberbia y la Vanagloria", conduciendo a "la Locura" y originado muchas veces, escribe Hobbes como si hubiese conocido a Hitler y a Stalin, en "un sentido de inferioridad".

Con razón evoca Hobbes a Tucídides como el modelo de historiadores, toda vez que revela las pasiones secretas como los factores determinantes de la vida social y política: "Las pasiones humanas que, tácitas o rara vez discutidas", sin embargo, determinan las acciones públicas. Búsquense estas pasiones primarias en defectos físicos, fracasos amorosos e intelectuales, sentido de inferioridad, humillaciones juveniles: lo importante es saber cómo se traducen, siguiendo a Hobbes, en políticas públicas.

José Stalin, Koba, seminarista rebelde, dirigente político secundario al lado de Lenin, Trotsky, Bujarin y Kaménev, hizo de su inferioridad arma siniestra de poder para eliminar a sus rivales y, preso de una paranoia incontrolable, de crear el Gulag, el universo concentracionario soviético, donde, en 1937, ya había seis millones de prisioneros, medio millón de entre ellos miembros del Partido Comunista de la Unión Soviética. Sólo cincuenta mil sobrevivieron.

De la "noche y niebla" de Auschwitz al "polo de la ferocidad" en Kolyma, la historia de la inhumanidad programada ha sido documentada y reiterada en libros, películas, prensa, discursos, conmemoraciones... Es parte del alfabeto mundial del mal. No obstante, el mundo sigue adelante como si las lecciones de Hitler y Stalin hubiesen sido aprendidas sólo para repetirlas. Terminada la guerra, el estalinismo prosiguió su política criminal en Europa Oriental. El colonialismo europeo no se retiró de Argelia, Indonesia y 1a India sin dejar una secuela de violencia, que Henri Alleg denunció en su célebre opúsculo, La cuestión. E1 apartheid vivió hasta 1991 tolerado por la benevolencia racista del Occidente en general y en particular de los EE UU de América, donde el actual vicepresidente, Dick Cheney, votó en el Senado en contra de la liberación de Nelson Mandela y en contra de la condena al apartheid. Y en Israel, el Gobierno de Ariel Sharon se empeña en convertir a los palestinos en los judíos del Medio Oriente. No apruebo la violencia palestina contra Israel. Tampoco la de Israel contra Palestina. Las dos naciones hermanas, descendientes de Sem, sólo pueden prosperar en paz, lado a lado, con territorios no sólo definidos sino restaurados a los límites previos al conflicto de 1967 de acuerdo con las resoluciones 194 y 292 de la ONU. El Estado de Israel no puede vivir sin el Estado Nacional Palestino, y viceversa.

Las sanguinarias actividades del Jemer Rojo en Camboya han sido admirable y terriblemente descritas por José María Pérez Gay en su libro El príncipe y sus guerrilleros. El genocidio camboyano fue producto subsidiario del asalto a los derechos humanos dictado por el Gran Timonel Mao en China durante la Revolución Cultural. Pero las culpas de China en Asia y de la URSS en Europa no eximen a los EE UU de América de haber alentado los golpes de Estado militares en Guatemala, Brasil y Chile, y de haber bendecido a los torturadores argentinos. Sólo en Guatemala, estimó Bill Clinton durante su visita a ese país mártir, un millón de ciudadanos fueron torturados y asesinados por los militares y las bandas a su servicio que el secretario de Estado John Foster Dulles aclamó en 1954, como protagonistas de "una gloriosa victoria".

E1 capítulo más reciente de esta crónica del horror impuesto a unos hombres por otros hombres lo está redactando el Gobierno de George W. Bush. Guantánamo y Abu Ghraib son dos nombres de la infamia con

-temporánea: torturas, humillaciones, abusos de poder sin origen claro ni final previsible. Que los EE UU no son ni la Alemania nazi ni la Rusia soviética lo ha demostrado el tribunal militar que acaba de condenar al sargento Charles Graner, el sádico inmediatamente responsable de Abu Ghraib, a diez años de prisión.

"Me siento fantástico", exclamó el sargento torturador al conocer su sentencia. Quizás más "fantásticos" se sienten los miembros de la actual Administración en Washington. Bush no toca el tema ni con el pétalo de una rosa. Y Albert Gonzales (así, con S, señor corrector: respete las preferencias ortográficas del Tío Tom de los chicanos) es confirmado como fiscal general, sin duda como premio a su justificación del uso de la tortura en Irak. Con cinismo deslumbrante, Gonzales (con ese) distinguió ante el comité del Senado sus actividades como consejero de Bush de sus responsabilidades como fiscal de Bush. Como simple consejero, dijo una cosa: el presidente puede pasarse por alto, en virtud de su "autoridad presidencial", las convenciones internacionales y el propio estatuto interno norteamericano contra la tortura. Como fiscal, añadió, ¡jamás aprobaría tal cosa! Pero el mentiroso cae más pronto que el proverbial lisiado. Ya en su puesto de fiscal general, Gonzales (con ese, por favor) empieza a buscar pretextos para que la Agencia Central de Inteligencia (CIA) sí pueda ejercer violencia (física y mental) para obtener información.

Se da en Londres una obra de teatro extraordinaria. Se titula Guantánamo y merece ser vista en todas partes. En ella, los actores dan voz a los prisioneros, sus parientes y sus defensores en esa cárcel infame donde abundan los arrestos indiscriminados y la mayoría de los detenidos resultan ser inocentes. Bien lo dijo, en su momento y con gran coraje, Susan Sontag. Los abominables crímenes del 11 de septiembre deben ser condenados, y su repetición, prevista y sofocada por los mismos servicios de inteligencia que jamás predijeron el predecible ataque de Osama Bin Laden. Pero lo que la democracia norteamericana debe evitar es la paranoia y la psicosis que terminan por acusar al Otro como el Malo de la película. El terrorismo se combate atendiendo a los reclamos humanos de los marginados del mundo y contando con servicios de inteligencia que no vulneren la legalidad interna o internacional. El atacado no puede ponerse a la altura de los atacantes porque pierde autoridad moral y sacrifica apoyos políticos.

Colofón. Dice Hobbes en el Leviatán: "Hay quienes, derivando placer de sus actos de conquista, los llevan más allá de lo que su seguridad requiere". Una cosa, añade el gran filósofo del Estado, es buscar el poder "dentro de límites modestos", y otra, muy distinta, estar poseído por un deseo irracional de ejercer el poder. Por desgracia, añade Hobbes, el uso moderado del poder, por definición, tiene límites, pero el abuso del poder no los conoce.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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