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Columna
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Ray

A Ray Charles hay que asimilarlo con la tierra y el sexo que eran la esencia de su música, aunque él no lo sabía. Por eso al principio se escondió bajo el soul domesticado de Nat King Cole y con esa máscara dio sus primeros palos de ciego en una modesta casa discográfica de Los Ángeles. Era un rey condenado a las tinieblas, pero fue justamente en la oscuridad donde encontró la cantidad exacta de fuerza que necesitaba, porque el arte sólo fermenta en la cueva de una desgarradura profunda. Venía del Sur donde los negros únicamente podían ser carne de desgracia. "Por debajo de nosotros sólo estaba el suelo", solía decir. En Georgia el calor de la humillación hervía a diario en el cuerpo a cuerpo de las palizas y los linchamientos callejeros. Se curtió en la escuela de la pobreza más extrema, perdió la vista a los siete años por falta de atención médica, vio morir a su hermano pequeño y se crió huérfano en un colegio para ciegos. Pero nunca perdió el orgullo, sino que alimentó esa furia interior con una devoción de carcelero, como quien da de comer al tigre que lleva dentro hasta que un día lo dejó salir. Desbocado y salvaje. Fue en Nueva York, en los estudios de la compañía Atlantic y los que lo vivieron lo recuerdan como una catarsis de júbilo: de repente el cuerpo pecador se apoderaba del alma inmortal.

Era la primera vez que el gospel salía fuera de los altares de las iglesias baptistas para mezclarse con la carne palpitante de los tugurios nocturnos a ritmo de rock and roll. Es verdad que el erotismo nunca había dejado de latir bajo cualquier manifestación de música negra, incluso de la más sagrada, pero Ray Charles consiguió darle la densidad y la potencia y la encarnadura del sexo real que es la única religión verdadera. "Dios me ha dado este talento para hablar de mis mujeres, de mi vida, de mis demonios y de cómo les hago frente". Al principio sonó irreverente como cualquier expresión de alegría cuando está tan cercana al terror. Hay que entender que para una raza que conoció el látigo de la esclavitud y nació con el paraíso perdido de antemano, Dios era el último refugio. Por eso no resulta extraño que muchos considerasen su música sacrílega. Pero Ray Charles supo ganarse el reconocimiento de sus detractores del mismo modo en que había conseguido darle la vuelta a su destino. A fuerza de talento. Consiguió redimir con su voz toda la sangre de una raza pisoteada y entonces se lo perdonaron todo: su voracidad de mujeriego impenitente, la adicción a la heroína, sus manías, algunos silencios... La película interpretada magníficamente por el actor Jamie Foxx no logra desvelar todas las complejidades de un hombre que logró el milagro de ganar la partida con las peores cartas posibles y que fue el primero en conseguir que negros y blancos bailaran juntos bajo un escenario. Pero da igual, porque al final, la única verdad de Ray Charles se encuentra en su música. Es ahí donde la voz susurra y parpadea como una llama desde la oscuridad de una cueva o grita y se quiebra en el fondo de su garganta o murmura o gime y se desgañita para descender luego como todos los sentimientos destinados a diluirse en el inmundo sumidero del corazón. Ahora mismo lo estoy escuchando desde un balcón que da a la noche del barrio y pienso que sí, que hay muchas vidas en esa voz que siempre me trae el mismo recuerdo, mientras suena a mi espalda I've got a woman.

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