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ARCO 2005
Columna
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De las patrias mías

A LOS MUROS les toca una tarea múltiple, que se intensifica en las fronteras. Dividen, limitan, señalan que por lo pronto o a largo plazo viajar es dar de vueltas, rechazan su papel de alegorías y son alegorías implacables. En México, por la influencia de la Revolución y la inspiración del Renacimiento italiano, en el periodo de 1920-1950 (aproximadamente) los muros se habilitan como el espacio de la Escuela Mexicana de Pintura o el muralismo, el movimiento que le da fama a Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. En su primer momento, en el ex colegio de San Ildefonso en la Ciudad de México, los muralistas se proponen educar a las masas, sensibilizarlas, llevar el arte a la calle, los edificios públicos, transformar con pintura la conciencia nacional.

Ochenta años más tarde en Tijuana, Baja California, un grupo de artistas y un grupo de activistas y promotores del arte público ejercen un muralismo alterno, que coincide con el anterior en el uso de los símbolos (la realidad que renace en las imágenes), la vocación didáctica (la enseñanza como transformación del espacio creativo en lenguaje de los vislumbramientos), el juego de las significaciones donde el lector de imágenes o espectador ve y, al tiempo, recuerda lo que contempla. En 2004 y reelaborado en 2005, el muro de Tijuana o La tercera nación no surge de una idea cuyo tiempo ha llegado (en la primera mitad del siglo XX, la destrucción del orden), ni de la metamorfosis de una realidad histórica y política vuelta mitología de redención trágica (la Revolución Mexicana), sino -y esto es lo distintivo- de la necesidad de acercarse a una ciudad singular y devolverla convertida en un proyecto de arte y de humanización artística.

Este procedimiento es distinto al tradicional de América Latina, donde la ciudad se constituye, elige elementos de su identidad y luego, a partir de su primera madurez, se organiza como paisaje de estímulos. En el caso de México, para citar un ejemplo límite en América Latina, la metrópolis acumula energías y mitos y desigualdades profundas, y luego se los entrega a sus artistas, narradores, músicos, teatristas, ciudadanos culturales. En el caso de Tijuana, la ciudad elevada en este muro se observa, analiza, recrea, substituye. Desde hace por lo menos dos décadas, los artistas y escritores tijuanenses inventan y reconvierten su hábitat en la operación de metáforas y símbolos que levanta la ciudad paralela. En el arte donde el eje temático es la Ciudad de México no hay sino el protagonismo de la gigantomaquia. El arte de Tijuana busca fundar la ciudad necesaria.

Me explico. Desde su no tan lejano origen, Tijuana ha dependido de sus leyendas estrepitosas, de su condición de Ciudad de Paso, el puente hacia mundos más prósperos, el sitio al que se acude para ratificar la prisa de irse y la lentitud del arraigo. En su primer trazo mitológico, Tijuana es la Mala Fama que auspicia las migraciones, donde nadie pregunta para no localizarse en las respuestas, el emporio de cómics pornográficos (las Tijuana Bibles), la avenida de la Revolución donde junto a burros disfrazados de cebras se retratan los marinos y las prostitutas disfrazados de parejas amorosas un viernes de Carnaval, el Casino Agua Caliente donde el Hollywood anterior a los efectos especiales juega y baila como alud de extras en el filme que vetará la censura.

La Frontera. Los muros. El propósito último de esta exposición no es recrear la ciudad que existe sino darle fluidez a la que debe existir. Si el arte no es presentimiento, se inmoviliza en el instante en que un grupo de migrantes decidió quedarse a vivir de este lado de la frontera, cerca de California. Y si se petrifican el espacio de los cruces culturales incesantes, se traiciona a tres nacionalidades en una, y no me interesa decirles en qué orden.

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