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Zapatero y el Mediterráneo

En el tramo final de su último mandato, cuando el frente interior hervía de problemas y conspiraciones, Felipe González logró hacer realidad la que probablemente fue su más importante iniciativa exterior: la Conferencia de Barcelona de 1995. El alcance de esta conferencia euromediterránea era tal que González consiguió incluso una prórroga en el apoyo parlamentario de Pujol para que la reunión pudiera celebrarse antes de que el PP alcanzara el poder. La cita bien valía una prórroga, al menos para quienes comparten la convicción de que el Mediterráneo constituye un escenario principal de la acción exterior española y europea. Se trataba de aprovechar lo que los diplomáticos llaman una ventana de oportunidad, de las que se dan una vez en la vida de un Gobierno. Los entonces 15 países de la UE y otros 12 mediterráneos del Magreb y Oriente armaron un proyecto regional complejo y original, conocido como el Proceso de Barcelona y destinado a promover el desarrollo y el diálogo en una de las regiones del mundo que más lo necesitan y que más interesan a Europa.

Diez años después, Rodríguez Zapatero se propone comenzar su andadura internacional por donde González la terminó: por el Mediterráneo. Entendido éste como un laboratorio de la globalización, donde se acumulan los desafíos y donde Europa tiene el reto de demostrar que tiene una política exterior propia, que no sea pura contención. Nada ejemplifica tanto como el Proceso de Barcelona este deseo de hacer realidad otra política, basada en el diálogo multilateral y en las respuestas integrales; políticas, pero también económicas y culturales. El reto es darle un nuevo impulso a este diálogo y adaptarlo a las coordenadas del 2005, muy distintas de las de 1995. Demostrar que sus limitados logros no deben achacarse a su ambiciosa arquitectura sino al deterioro objetivo de la situación. Se trata nada menos que de probar que los europeos son capaces de aportar soluciones propias y eficaces a los retos de hoy. Para Zapatero, el relanzamiento del diálogo euromediterráneo se presenta además como la prueba del nueve de su propuesta de alianza de civilizaciones. Y también como la mejor ocasión para canalizar en un proyecto exterior la energía social que le llevó al poder como rechazo a la guerra de Irak.

Pese a una procedencia ajena a las sensibilidades más mediterráneas, Zapatero parece haber intuido que su Gobierno cuenta con una nueva ocasión de liderazgo en la gestión de los retos meridionales de la UE. Su empeño en hacer del Mediterráneo uno de los ejes de la acción exterior española sólo se entiende a partir de la convicción de que se ha vuelto a entreabrir una ventana de oportunidad. ¿Quién sabe? Es pronto todavía para saber cómo encajarán las nuevas piezas del puzzle en los próximos meses. ¿Cómo influirán en el área la nueva situación en Oriente Próximo, las elecciones en Irak, el segundo mandato de Bush, la ampliación de la Unión Europea, el acercamiento de Turquía, el despliegue de una política exterior y de defensa más activa por parte de la UE? En el Mediterráneo, la situación es mala, en el Próximo Oriente es incluso malísima, pero también hay quien dice que ya no puede ser peor, y que de la crisis actual pueden surgir las ideas y las energías para una nueva etapa. Ésta parece ser la apuesta de Zapatero. Sólo así se entiende que la agenda euromediterránea haya ocupado un lugar tan destacado, que ha sorprendido a sus interlocutores, en sus entrevistas con Chirac, Schröder y Blair y en sus viajes a Marruecos y Argelia. Por lo pronto, ha conseguido que el Reino Unido, que sólo suele mirar al sur en clave de seguridad, acepte conmemorar en Barcelona el X aniversario del proceso que lleva su nombre, en noviembre, durante la presidencia británica de la Unión. Moratinos, artífice de la conferencia del 95, trabaja incluso con la hipótesis de celebrar una cumbre de los 35 países implicados, no sólo para celebrar los 10 años del proceso, sino sobre todo para darle nueva vida. Sería una cumbre al estilo de las que la UE ha mantenido con África, Rusia, América Latina, Asia, los Balcanes, pero nunca con los países de su sur más inmediato.

El listón de la iniciativa -conocida con el nombre de Barcelona+10 en medios diplomáticos- ha sido colocado muy alto. Por encima de las posibilidades objetivas, advierten los más escépticos. A la altura de los retos que se acumulan en el flanco meridional, dicen los más voluntariosos. Hay quien duda de que la apuesta sea viable, teniendo en cuenta el retroceso político que ha sufrido el Mediterráneo desde 1995 y el impacto devastador de la guerra de Irak. ¿No sería mejor adoptar un perfil bajo y atrincherarse tras un muro de contención de las amenazas, a la espera de tiempos mejores? Pero también cabe otro razonamiento, basado en los límites que han mostrado las respuestas militares, y en la urgencia de políticas más articuladas, que busquen combatir el terrorismo pero también quitar oxígeno a los terroristas. Barcelona+10 permitirá medir el alcance que tiene este punto de vista multilateral entre los europeos. Y ofrecerá una idea de las posibilidades reales del protagonismo español en el Mediterráneo. González alcanzó sus propósitos porque fue de la mano con Mitterrand y cambió su respaldo a la ostpolitik de Kohl por el apoyo alemán a su política mediterránea. Los tiempos son otros para la UE, pero las relaciones entre Madrid, París y Berlín vuelven a estar donde deben, tras el estropicio que provocó Aznar entre los aliados de la vieja Europa.

Se ha sugerido que España debería asumir en la política mediterránea un liderazgo europeo similar al de Alemania en el frente oriental. Puede que sea una expectativa exagerada, en cuanto a capacidad financiera y peso político, pero no tiene por qué serlo en lo que se refiere a la tan necesaria pedagogía que reclama el proceso euromediterráneo. En ese sentido, la cumbre de Barcelona+10 puede ser útil para convencer a los viejos y nuevos europeos de que su futuro pasa por resolver los desafíos del Mediterráneo. Debería serlo, también, para persuadir a los socios del sur de que la Unión Europea está dispuesta a asociarles a su futuro. Europa debe positivar su visión del Mediterráneo si quiere desplegar todo el potencial de su nueva política de vecindad no sólo con sus nuevos vecinos del Este, sino también con los del Sur. En el Mediterráneo tienen su origen muchos de los problemas actuales, pero también cabe pensar en otro escenario, en el que del sur provengan las soluciones a algunos de los retos europeos de hoy. ¿Cómo competir con China, cómo evitar la decadencia demográfica, cómo vivir más seguros, cómo encauzar las migraciones, cómo gestionar la diversidad creciente de las sociedades europeas, si no es construyendo una perspectiva compartida con el Magreb, el mundo árabe, Turquía e Israel? Pero la política de vecindad también debe servir para ofrecer a los socios mediterráneos, particularmente a los del Magreb, una propuesta más nítida de asociación con el proyecto europeo que los aleje de la tentación populista que recorre las sociedades musulmanas. Quizás sea éste, de entrada, el objetivo de la nueva conferencia euromediterránea: movilizar, en ambas orillas, las voluntades políticas y los recursos económicos necesarios para abrir una nueva etapa en el Proceso de Barcelona.

Andreu Claret es director del Instituto Europeo del Mediterráneo (Barcelona).

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