Estrellas
Vaghe stelle dell'Orsa brillaban gélidamente sobre mi ciudad en la vítrea madrugada del martes al miércoles, quizá preguntándose si lo que desde sus alturas oteaban era en verdad el viejo y correoso reino de las Españas, con sus agrestes gentes. Y quizá sorprendidas, debido a que pocas horas antes, en el denostado Madrid, había tenido lugar una lección de estilo democrático que pocos esperaban.
No cito a Leopardi porque sí, sino porque estoy leyendo la muy hermosa traducción que el poeta catalán Narcís Comadira ha hecho de sus Canti, y me gusta especialmente el poema Le ricordanz, que empieza con ese verso. Sumergida como estaba en su belleza, me habría sentado muy mal que la sesión parlamentaria centrada en el señor Ibarretxe se hubiera resuelto en exabruptos.
Y no. Me ha entrado como un amor de Congreso que por fuerza tiene que ser bueno. Algo que desde hacía tiempo, desde la transición, no había vuelto a advertir en nuestra vida pública. Sensatez y sensibilidad. Sensatamente, el presidente del Gobierno, que tuvo una actuación inmensa, le hizo unos mimos al lehendakari. Sensiblemente, el susodicho, que no podía ni siquiera creer que ello le estuviera ocurriendo, experimentó, en su banco de espera, una súbita bajada de soberanina. Se le iban apaisando las cejas cuando, por suerte para los extremos, ante la intervención del líder de la oposición, volvió a darle un subidón y se autogobernó por completo.
Me gustó mucho la actitud de Rodríguez Zapatero, su infinita paciencia, derivada, sin duda, del optimismo de su medición antropológica de este país, quién nos ha visto y quién nos ve. Que no confundiera firmeza con rudeza. Que agradeciera a los vascos lo mucho que hicieron en la lucha por la democracia: eso debió de poner los pelos de punta a más de una oreja tremendamente grandona.
Vaghe stelle dell'Orsa, repetí, contemplando su fulgor errante, y remedando a Leopardi, a mi torpe manera: "Mira tú por dónde, parece que hay respeto mutuo".
Y las estrellas, tan frías y nítidas y lejanas como las que contemplan nuestros horrores desde el principio de los tiempos, parpadearon, advirtiéndome: "Abrígate, que hace un frío del carajo".
Póngase una bufandita, presidente. Por si acaso.
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