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LECTURA

De vuelta en casa

Esta es la exclamación que, con alivio, con felicidad, sale de mi pecho al pisar hoy de nuevo las estancias de esta Biblioteca Nacional, cuya directora me ha invitado amistosamente a discurrir ante ustedes acerca de mi ya casi centenario trato con los libros. Era yo un chico apenas graduado de bachiller cuando, habiéndome trasladado con mi familia desde la Granada natal hasta Madrid, y debiendo continuar aquí mis estudios universitarios, encontré un refugio placentero en las salas de este noble edificio donde ahora nos encontramos, cuyas bien abastecidas estanterías me prometían saciar unos apetitos omnívoros de lector que desde la infancia había procurado satisfacer en la medida de lo más posible.

Por supuesto, la irrupción del 'Quijote' en mi candorosa inocencia fue un accidente inoportuno, pero feliz, que anunciaba algo que habría de marcarme para siempre
Me apliqué, pues, con frenesí glotón a la literatura, aprovechando, como un niño goloso que entra al fin en una bien surtida confitería, las existencias de esta Biblioteca Nacional
Desde mi minúscula y privatísima biblioteca infantil, he usado en mi vida adulta de muy varias bibliotecas y hemerotecas, empezando por nuestra Biblioteca Nacional
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Aquella infancia mía estuvo, en efecto, dividida y compartida entre el gozoso desenfreno de los juegos al aire libre y la entrega ávida dentro del hogar a descifrar cuanto papel impreso cayera en mis manos. Y no eran pocos los libros que en aquella casa provinciana me aguardaban y que encontraba a mi alcance por doquier. Para esa época de comienzos de siglo, las familias burguesas mantenían una tradición de cultura que les consentía no sólo la lectura solitaria que por su cuenta pudiera hacer cada cual, sino también a veces la lectura doméstica en voz alta, seguida con frecuencia por una amigable discusión de los temas más diversos. Para ilustrar tradición semejante, que era, desde luego, bastante anterior a mi nacimiento, se me ocurre evocar aquí en estos momentos un cuadro que actualmente conservo en mi casa de Madrid. Se trata de un óleo pintado por mi madre cuando todavía, en los años de su soltería, tenía ella holgura para cultivar ese arte. Mi libro El jardín de las delicias contiene una fotografía de dicho cuadro, acompañada de un texto, "Nuestro jardín", que bien puede servir como testimonio. Aparecen en el lienzo tres figuras femeninas, una de ellas entregada a la lectura, y el modelo para ésta había sido la pintora misma, mi madre, quien se autorretrataba ahí en una de sus ocupaciones preferidas: "¿Cómo te arreglaste", le pregunta en mi relato el niño (o sea, yo), "para copiarte a ti misma con ese libro en la mano? ¿Dónde estabas colocada tú? No lo comprendo"; y sólo habría faltado que la impertinente curiosidad infantil quisiera saber también qué libro era el que tenía entre manos la señora del cuadro.

Biblioteca propia

Quiero decir con todo ello que en las primeras décadas del siglo XX, nuestra familia también, como todos los miembros de aquella sociedad educada, reunía una biblioteca propia, más o menos copiosa, con las nuevas obras literarias que se ofrecían al público, juntándose a las clásicas o antiguas que ya venían estando ahí desde generaciones atrás. En las estanterías de mi casa figuraban entre ellas -lo recuerdo bien- volúmenes de la prosa y de la poesía románticas -de Zorrilla, Espronceda, Bécquer y sobre todo del Duque de Rivas-, así como entraban los títulos de novelas realistas; con lo cual, al alcance de mi ávida mano juvenil se encontraban, por ejemplo, las de Valera, Galdós, Pereda y, desde luego, La Regenta, de Leopoldo Alas, libro cuya peripecia de texto maldito representa de modo singularísimo uno de los avatares más penosos en la historia de la cultura española a raíz de la Guerra Civil y durante muchísimo tiempo después. Al alcance de mi mano, digo, tuve en aquella época temprana de mi vida todas aquellas novelas, y la verdad es que desde mis años más tiernos solía venir haciendo incursiones imprudentes en las estanterías de mi casa para enfrascarme en lecturas que evidentemente habrían podido calificarse de impropias de mi edad. Con una mirada de irónica benevolencia hacia tan remoto pasado, recuerdo ahora cómo suplantaba yo fraudulentamente ante mis ojos con libros de ese género a los enfadosos y obligados manuales de aritmética o geografía que estaba obligado a estudiar.

Demasiado temprano (mucho antes de que pudiera acometer tales lecturas) había caído ya en mi poder una edición ilustrada de Don Quijote de la Mancha. Era yo todavía un niño de muy pocos años, y engullía con deleite, aunque sin duda con poco discernimiento, la prosa cervantina que, según quiero recordar aquí, me resultaba demasiado indigesta en ocasiones; pues, según tengo contado en un escrito reciente, Cervantes y yo, "ciertos improperios clásicos que en el honesto ambiente burgués de mi familia resultaban malsonantes (aunque hoy día, con el paso del tiempo, suenan sin escándalo en las bocas más inocentes), eran dirigidos por mí en las peleas pueriles a otros chicos de mi edad, o incluso a mis propios hermanos. '¿De dónde has sacado tú esas palabrotas?', me preguntaba con asombro mi madre. Y se quedaba desconcertada al saber que provenían nada menos que de las páginas de la obra magna de la literatura universal... No sin embarazo trataba ella de explicarme enseguida que semejante ilustre lenguaje sonaba mal, sin embargo, en la boca de un muchachete bien educado".

Por supuesto, la irrupción del Quijote en mi candorosa inocencia fue un accidente inoportuno, pero feliz, que anunciaba algo que habría de marcarme para siempre. Prematuramente había venido a irrumpir, en medio de una multitud de lecturas más propias, como solía decirse, de mi edad. Lecturas heterogéneas, desde los cuentos de Calleja -un sello editorial famoso entre los niños de aquel entonces, y de no sé hasta cuándo-: minúsculos cuadernitos con alguna sencilla ilustración en blanco y negro o en colores, hasta, más adelante, novelas populares en edición barata para un público algo menos párvulo, género de matute que no sólo nos intercambiábamos los chicos más espabilados, sino que incluso procurábamos algunos de nosotros coleccionar para constituir así una minibiblioteca particular, tal como imagino que hacen hoy los muchachitos con algunos de sus entretenimientos preferidos. Recuerdo, por ejemplo, entre los folletines más apreciados de chicos y grandes, títulos como El conde de Montecristo o Los tres mosqueteros, del gran Alejandro Dumas. A veces, enviciado en la lectura, me arreglaba para llevarme a la cama uno de tales libros y, quitándome el sueño, poder seguir leyéndolo a escondidas con ayuda de una linternilla de mano escondida debajo de las sábanas.

Semejantes lecturas alimentaban mi imaginación, pero al mismo tiempo la estimulaban, empujándome a convertirme en lo que habría que ser luego, de un modo consistente, hasta la fecha de hoy y a lo largo de toda mi vida: un escritor. En efecto, muy pronto en ella empecé a imaginar tramas fantasiosas y a procurar darles expresión literaria mediante unos relatos ingenuos, más o menos disparatados, que me abstenía de comunicar a nadie y que finalmente, descontento del resultado, hacía desaparecer.

Conviene decir aquí que aquellas lecturas privadas, y a veces secretas, coincidían más o menos con el comienzo de mis estudios de bachillerato, iniciados según era usual apenas cumplí los diez u once años de edad. Entre esos estudios estaba la asignatura de literatura castellana, y recuerdo (al cabo nada menos de casi noventa años) que el profesor, recién llegado a aquel instituto, se llamaba don Braulio Tamayo, y que hablaba con un acento muy distinto del nuestro andaluz. Este catedrático fue para mí un ejemplo admirado, en contraste con algún otro, como el profesor de latín, de quien cuento algo desagradable en mis memorias, y quien tuvo un efecto desastroso para el futuro de mi preparación filológica. Recuerdo que en la antología de mi don Braulio figuraban trozos seleccionados de diferentes piezas, entre ellos unos versos del Libro de buen amor que celebraban las ventajas de la dueña pequeña. Después de conocer esos versos quedé yo con verdadera ansiedad por leer el pasaje entero, cosa que, dada la precariedad de los recursos a mi alcance, tardaría en satisfacer hasta bien entrada ya mi vida. Como puede verse, siendo omnímoda mi atracción por la literatura, apenas discernía en mis lecturas: devoraba todo, tanto lo trivial como lo más refinado. En cuanto a otras bibliotecas distintas de la doméstica, eran en aquella época muy escasas mis disponibilidades, pues a ellas no tenía acceso por entonces un chico de mi edad: debía conformarme casi tan sólo con los pobres libros de mi infantil colección.

Para mí, ya desde aquella etapa de mi vida, la literatura no ha sido nunca algo separado de ésta: toda mi obra (desde los intentos más ingenuos hasta lo que puedo considerar bien logrado) es creación literaria, y el sentido cabal de mi existencia ha estado orientado por la literatura. Quiero decir que ésta no ha sido para mí algo que reside en los libros, que se encuentra en ellos, sino algo que está en la realidad; mejor dicho, algo que constituye mi realidad. Por lo pronto, y puesto que estoy hablando de mi infancia, Granada misma (es decir, mi mundo de entonces) estaba impregnada, penetrada, por la literatura; Granada era literatura; todo allí tenía un sentido esencial y profundamente poético. En cierta medida me ayudaban a ver de este modo mi ciudad natal las lecturas de tantos y tantos escritores de quienes mencionaré, como ejemplo, a Washington Irving con sus Cuentos de la Alhambra, o El Alcázar de las Perlas, de Villaespesa. Pero, en verdad, si hay en estas obras alguna ayuda, es mínima. Lo que tenía ante los ojos y se mostraba a mi experiencia, desde los parajes de la Alhambra, donde solía pasar horas sentado con un libro entre las manos, hasta los rincones del Albaicín donde había vivido de niño, o la Puerta de Elvira, o el Zacatín, o tantos otros lugares más; todo ello, con el complemento de las muchas pinturas al óleo colgadas en las paredes de mi casa, ejercía sobre mí una impresión de deleite estético, intensificando mi deseo de darle por mi parte expresión artística, como procuraba en efecto hacerlo con los modestos recursos que por entonces era capaz de alcanzar el muchachito que todavía era yo.

Final de la adolescencia

Coincidiendo con el final de mi adolescencia, mi familia hubo de trasladarse a vivir en Madrid, y, por supuesto, yo con ella. Ya no volvería a Granada hasta nada menos que unos cuarenta años más tarde. Cambió el curso de mi vida, cambiaron mis intereses intelectuales y espirituales, cambió mi orientación estética, aunque, eso sí, persistiendo intensificada mi dedicación, y ésta ya bajo forma abierta y pública, a la literatura (fue el momento de mis primeras novelas y de la pronta adopción de la vanguardia); y así, el pasado quedó por lo pronto arrumbado, como el mobiliario antiguo de una casa cuando se lo sustituye por otro más a la moda. Me apliqué, pues, con frenesí glotón a la literatura, aprovechando, como un niño goloso que entra al fin en una bien surtida confitería, de las existencias (para mí inagotables) de esta Biblioteca Nacional. En aquellas salas de lectura casi desiertas me puse al día por cuanto se refiere a la actualidad libresca, a la vez que procuraba complementar mi conocimiento de nuestro tesoro literario (pude por fin leer entero el Libro de buen amor y tantas otras obras del pasado), mientras que mi actividad de escritor continuaba ahora, según he dicho, por carriles de la más rabiosa actualidad. Redactaba trabajos de alcance discursivo y también, al mismo tiempo, trabajos de creación poética, orientados éstos en mi nueva etapa por la seducción del mundo moderno. Pero no hay duda: aquel pretérito granadino se conservaba oculto, larvado, incólume, detrás de tales novedades.

Hube de pasar después por las crueles experiencias de nuestra Guerra Civil; y ya en el exilio redactaría y publicaría las obras de invención que vinieron a reunirse pronto en el volumen titulado Los usurpadores. Son éstas ya obras de un hombre maduro, muy baqueteado por los azares de la historia, redactadas en un estilo rico y depurado que la práctica de la vanguardia había liberado de las formas convencionales, para permitirme llegar a lo más personal; pero, sobre todo, obras en las que resurge de un pasado ya entonces bastante remoto aquel mundo de la infancia y primera juventud, tan cargado de las imágenes y de situaciones que habían quedado grabadas de manera indeleble en mi conciencia. Mediante un recurso retórico, o bien con una argucia de narrador que quiere distanciarse de su relato, fingí ahí ceder la palabra a un supuesto "oscuro periodista y archivero municipal de la ciudad de Coimbra", en verdad un alter ego mío, quien en su prólogo recuerda que los materiales utilizados por el autor fueron explotados por poetas, dramaturgos y novelistas -escritores a veces menos que medianos- del romanticismo y posromanticismo español: tras los romances del Duque de Rivas, los hechos del rey don Pedro, conservados en la prosa enjuta del canciller López de Ayala, excitaron la frondosidad del folletinista Fernández y González, quien también popularizó al Pastelero de Madrigal, traidor inconfeso y mártir para Zorrilla; y hasta el político Cánovas del Castillo hubo de permitirse una novela sobre la incierta leyenda de don Ramiro el Monje.

Con esto reflota y vuelve a hacerse presente en mi obra literaria, es decir, en mí, el mundo de mis lecturas juveniles, para fructificar en una obra compleja y madura. Ese mundo constituye toda una biblioteca imaginaria, esto es, una biblioteca alojada en mi memoria, sobre cuya base se funda todo el trabajo creativo e intelectual que hube de cumplir durante el prolongadísimo resto de mi vida.

Ya he dicho que mi relación con los libros no es, ni ha querido ser, la de un erudito. La figura de quien está entregado por entero a la lectura, metido de cabeza en la letra impresa, no es la mía, por mucho que la lectura haya sido para mí no sólo ocupación habitual, sino lo que a algunos pudo parecerles en algún momento verdadera manía. En mis obras de ficción aparece de vez en cuando la figura del guardián de los libros: un bibliotecario, un archivero, como aquel fingido prologuista de Los usurpadores, y no son precisamente personajes simpáticos dentro de mis relatos. Estos últimos aspiran en mi intención a tener una gran autonomía respecto de las fuentes distintas en que acaso se hayan inspirado. Me he servido, por supuesto, de la letra impresa (digamos que la he explotado) para mis propios trabajos; pero creo que mi actitud frente a ella pudiera relacionarse de alguna manera con la leyenda que se atribuye al califa Omar I, quien, al enterarse de que la famosa Biblioteca de Alejandría había quedado destruida por un incendio, se consoló pensando que eso no significaba ninguna gran pérdida, puesto que "si los libros contienen la misma doctrina del Corán, no sirven para nada porque repiten; si los libros no están de acuerdo con la doctrina del Corán, no vale la pena conservarlos".

Desde mi minúscula y privatísima biblioteca infantil, he usado en mi vida adulta de muy varias bibliotecas y hemerotecas, empezando, y esto de modo muy principal, por nuestra Biblioteca Nacional. Las he frecuentado en Buenos Aires, en Berlín, en París y en Nueva York. Entiendo muy bien la necesidad de ellas. Son imprescindibles y, a este respecto, hube de compartir desde la primera vez que leí el Quijote la desolación del pobre hidalgo cuando, con la mejor de las intenciones, su gente le había tapiado la puerta de la estancia donde guardaba él sus queridos libros, la mayor parte de los cuales sería sometida más adelante, en aras de su salud mental, a la destrucción por el fuego.

Libros dedicados

Cuando por vez primera viajé a Suramérica, y ello fue poco antes de que estallara aquí la Guerra Civil, había depositado mis libros en un almacén con propósito de trasladarlos, una vez de regreso en Madrid, al nuevo domicilio que estaba preparando; pero este regreso hubo de producirse cuando ya, por desgracia, la ciudad debía defenderse de las fuerzas insurgentes, y en el fragor de la contienda había sido asaltado y despojado el almacén que guardaba mi biblioteca personal. De todas las pérdidas sufridas ahí, que fueron muchas, hube de lamentar sobre todo como irreparable la de ejemplares de primeras ediciones adornadas para mí con dedicatoria autógrafa del autor, tales la de El romancero gitano, de García Lorca, y la de muchas otras obras de mis compañeros vanguardistas, o incluso de maestros como Ortega y Gasset, Manuel Azaña, y tantos más.

Los azares de mi vida han dado lugar a que yo también haya experimentado repetidas veces la desgracia de perder, tras haberla renovado a duras penas, mi modesta colección de libros. Durante la década de mi residencia en Suramérica, esta biblioteca privada se integró mayormente en esta nueva oportunidad con ejemplares dedicados por escritores argentinos y brasileños (Borges, Mallea, Cortázar, Murena, Drumond de Andrade y tantos más), ahora amigos míos. Un pequeño conjunto que, al decidir establecerme en Norteamérica, dejé en custodia a mi hermano Vicente, custodia que tampoco pudo impedir un accidente: la inundación del sótano donde los libros se habían guardado destruyó una vez más ese pequeño acervo. ¡A qué seguir! Si bien es cierto que jamás me he sentido esclavo de la letra impresa en cuanto instrumento y apoyatura de mi propia aportación, puede entenderse bien que esos azares desanimaran mis posibles desvelos de coleccionista, confirmando así mi descuido en lo que se refiere a la conservación de aquello que he tenido como tal instrumento y apoyo para mi personal contribución a las letras.

De todas las maneras, quiero recordar en mi obra de invención sólo un pasaje donde aparece una biblioteca propiamente dicha: se trata de la historia de El Hechizado, incluida en el volumen Los usurpadores: "Más de una vez", escribe un erudito personaje, refiriéndose al supuesto autor del supuesto manuscrito, "al pasar una hoja y levantar la cabeza, he creído ver al fondo, en la penumbra del archivo, la mirada negrísima de González Lobo disimulando su burla en el parpadeo de sus ojos entreabiertos". He querido recrear ahí la atmósfera un tanto apagada de una vetusta sala de lectura. Aparte de eso, son muchas las piezas de mi obra creativa en que se retoman elementos sacados de la prensa noticiosa conservada en hemerotecas. En mis dos novelas del Caribe son muchos los elementos imputados a tal origen, y en la primera parte de El jardín de las delicias hay toda una sección bajo el título de "Recortes del diario Las Noticias, de ayer" donde aparecen faits divers, no siempre inventados, sino recogidos con una fidelidad que sometí, sin embargo, a cierta cuidadosa elaboración. Como marco de alguna de esas noticias, se refiere el autor (es decir, yo) a "las páginas de los diarios parisienses, amarillentas ya en sus colecciones encuadernadas", y a los Souvenirs sans fin del escritor francés André Salmon:

Ha pasado medio siglo -escribe al final-. En las bibliotecas duermen las memorias de André Salmon, y las páginas de los periódicos amarillean. ¿Por qué se me ocurre a mí ahora sacar a colación este caso, que no tiene mucho de particular, que es un caso más entre tantísimos otros semejantes? No lo sé bien; no estoy demasiado seguro. Quizá porque, desde hace un tiempo, me dedico a fraguar noticias fingidas que, en el fondo, son demasiado reales, buscando usar la prensa diaria como espejo del mundo en que vivimos, y prontuario de una vida cuya futilidad grotesca queda apuntada en la taquigrafía de ese destino tan desastrado.

Como en este ejemplo, son varios, numerosos, los casos así reelaborados por mí. Ello es el resultado de exploraciones literarias que residen en el fondo de mi memoria.

Francisco Ayala muestra el cuadro <i>Nuestro jardín</i>, pintado por su madre antes de casarse.
Francisco Ayala muestra el cuadro Nuestro jardín, pintado por su madre antes de casarse.RICARDO GUTIÉRREZ

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