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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Nadie obliga ni prohíbe

LA VISITA AL PAPA ad limina de un grupo de obispos encabezado por el cardenal Antonio María Rouco sirvió de ocasión o de pretexto, el pasado lunes, para que Juan Pablo II denunciara las restricciones a la libertad religiosa en España e hiciera suyas las críticas de la Conferencia Episcopal al Gobierno de Zapatero. Las informaciones disponibles subrayan el contristado descontento del Pontífice ante la creciente secularización de la vida española, así como su combativa oposición a las medidas legislativas ya enviadas al Parlamento por los socialistas o barajadas como proyectos a medio plazo: el rango académico de la asignatura de religión, la ampliación de los derechos civiles (la agilización de los procesos de divorcio y el matrimonio entre homosexuales) y la despenalización parcial de conductas ahora delictivas (ampliación del aborto o la eutanasia).

El Papa hace suyas las críticas de la Conferencia Episcopal a la política del Gobierno socialista, condena los avances del laicismo y denuncia las restricciones a la libertad religiosa en España

El último informe del Instituto de la Juventud sobre las cohortes de edad situadas entre los 15 y los 29 años confirma el realismo de la preocupación papal; prácticamente la totalidad de la religión católica ha descendido entre los jóvenes hasta el 14,2%: mientras el 61,2% está a favor del aborto libre y voluntario, un 79% hace uso del preservativo en sus relaciones sexuales. Ahora bien, las tentativas de imputar a la política de un Gobierno democrático elegido en las urnas la responsabilidad culposa de las profundas transformaciones de larga duración producidas en el mundo de las creencias religiosas, del comportamiento sexual y de las costumbres sociales no es sino un indicio del oscuro callejón sin salida mental y moral donde se halla metida la Iglesia desde el comienzo de la modernidad; el esperpéntico espectáculo deparado durante las últimas semanas por el secretario de la Conferencia Episcopal, Juan Antonio Martínez Camino, lanzado a una grotesca carrera de declaraciones y desmentidos sobre la utilización del preservativo como mal menor en la lucha contra el sida, así lo pone patéticamente de manifiesto.

El pliego de cargos del Papa contra el Gobierno de Zapatero descansa sobre la ingeniosa acrobacia de presentar como una feroz persecución de la Iglesia la adopción de normas y medidas de alcance general de la que se pueden beneficiar de manera libre y voluntaria todos los ciudadanos, cualesquiera que sean sus convicciones religiosas o ideológicas. Pero es evidente que la eventual aprobación por el Parlamento de una ley sobre el matrimonio homosexual ni prohíbe a los católicos seguir obedeciendo las directrices de sus pastores sobre la manera de contraer ese sacramento ni les obliga tampoco a casarse con personas de su mismo sexo. Guste o no esa iniciativa, la aconfesionalidad del Estado y la libertad ideológica, religiosa y de culto amparados por el artículo 16 de la Constitución protegen a los Gobiernos frente a las interferencias de cualquier moral religiosa; como ha declarado el Tribunal Constitucional (STC 24/1982), la laicidad impide que "los valores o intereses religiosos se erijan en parámetros para medir la legitimidad o justicia de las normas y actos de los poderes públicos".

Lejos de estar perseguida, la Iglesia católica continúa gozando de una situación privilegiada, y lejos de correr peligro, la libertad religiosa nació en España con la democracia. El mandato dirigido a los poderes públicos por la Constitución les ordena tener en cuenta "las creeencias religiosas" de la sociedad española y guardar "las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones". Tras siglos de monopolio católico de la enseñanza, el culto y las subvenciones, la Constitución de 1978 ampara a esas "demás confesiones" hasta entonces prohibidas o cicateramente toleradas; los acuerdos de 1993 entre la Administración y las comunidades evangelista, musulmana y judía han inaugurado la libertad religiosa en España. Pero la Iglesia católica goza de la insólita prerrogativa de seguir protegiendo sus intereses tras el blindaje del Derecho Internacional: la Conferencia Episcopal, aunque sus miembros tengan pasaporte español, administra los derechos arrancados en 1979 por un Gobierno extranjero -el Estado Vaticano- mediante un tratado dudosamente constitucional.

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