Un asilo de ancianos
Un día le pregunté a la directora del asilo de ancianos qué era, a su juicio, lo que más necesitan las personas mayores. "Que les escuchen, que les hagan caso, que les cuenten lo que pasa en el mundo".
Me lo dijo por este orden. Y desde entonces voy allí, al asilo, aunque nadie me llame, y aunque no me conozcan. Yo sí les conozco y sé que me esperan. Debo oír lo que cuentan, debo hacerles caso para que sientan que alguien les hace caso, y para comentar lo que ocurre en el mundo al que todavía pertenecen.
No es complicado, no es heroico, no es nada excepcional. Vas al asilo, y ya está. Todo rueda a la perfección, máxime si consideras que tú eres como esos viejos aunque en el escalón de la vejez inmediatamente anterior. También te gustará dentro de nada que alguien te haga caso, necesitarás contar cosas de tu propia vida, te apetecerá que te informen de lo que ocurre en otros lugares del mundo.
También te gustará dentro de nada que alguien te haga caso, necesitarás contar cosas de tu propia vida, te apetecerá que te informen de lo que ocurre en otros lugares del mundo
No vale la pena, quizá, hacer de ahora en adelante desplazamientos extraordinarios, unirse a grandes misiones humanitarias si antes no has hecho estos humildes trayectos hacia tus semejantes. ¿Para qué buscar la ONG en el tercer mundo si a la vuelta de la esquina encuentras a los de la tercera edad? Aquello, no hay duda, es muy emocionante. Un avión especial. Uniformes y credenciales. Dolor masivo. Desdicha planetaria. Aquí el viaje se hace a pie. No hay papeles. Ni cámaras de televisión. Ni siquiera llevas un móvil. Pero en un extremo u otro del universo el sufrimiento, la soledad y la muerte son eso mismo: sufrimiento, soledad y muerte.
Mis viejos son los que tengo más cerca. Los viejos de estos pueblos de la comarca están ahí: en el hogar del jubilado, en el asilo creado con el dinero de una rica hace más de cien años, en la residencia de la tercera edad pagada por el municipio. Le ponen los nombres que mejor suenan y más tranquilizan nuestras conciencias. Pero es igual. Ellos, los ancianos, siempre están allí, sentados y cabizbajos horas y horas, dejando pasar el tiempo.
Miras el periódico. Ves las noticias en la tele. Piensas en lo que has hecho los últimos días. Sobran cosas que contar.
Además, ellos han visto las imágenes más terribles y necesitan decir lo que piensan y lo que sienten. Son de una dureza insufrible. Si pudieran apagarían la tele para acabar de una vez con el horror del maremoto, los choques mortales en la carretera, los asesinatos de más mujeres a manos de sus maltratadores. ¿Usted cree que esto no va a acabar nunca? ¿Qué hay que hacer para que todo esto acabe?
A veces la directora del centro ha tomado la decisión. Ya está bien. Hay que cortar por lo sano. Dice que la tele se ha estropeado. Hay que arreglarla. Será cosa de días. Y ellos parecen agradecer la providencial avería. Basta mirar sus caras.
Hoy mi encuentro es con Manuel. Como otras veces nos sentamos cerca de la cristalera que da al patio con la palmera grande en el centro. A su lado se ponen en fila varias sillas de ruedas. El sol sale para todos. El sol es como la sopa de mediodía, o el postre de la noche.
Manuel habla de su hijo. Se queja. Ya ha perdido la cuenta desde que no le llama. Parece mentira. No dice ni pío. Con lo poco que cuesta. Y todo lo que él hizo para darle estudios. Así que cuando suena el teléfono del pasillo Manuel se sobresalta. Vuelve la cabeza. ¿Será al fin su hijo? Pero no es. Y calla. Hasta que me pregunta: "¿Se imagina lo que es esperar una llamada que nunca llega?".
Manuel era pastor. Se pasaba días y días en el monte con el ganado, de unos pueblos a otros. ¡Vaya si era duro! Lo recuerda muy bien. De sol a sol. Caminando. Y lo curioso, dice, es que todo ha sido un abrir y cerrar de ojos. Cuando te das cuenta, se acabó la vida.
Manuel me trae a la memoria un verso de Aleixandre: cuento uno a uno los centímetros de mi lucha. Pero me pregunto si hay, o puede haber, poesía cuando la muerte no acaba de morir por completo, da coletazos en el lujo asiático de unas playas cubiertas de cadáveres, y sube por las escaleras hasta una vivienda donde un maltratador asesina a golpes a una mujer, y más allá la infamia de un juez de 70 años califica de "bonita" la sentencia que lo condena a nueve años de prisión por delitos continuados de cohecho y de extorsión.
Manuel mueve su cabeza: esta historia del juez Estevill le indigna, no acaba de entender lo que ha sido capaz de hacer un hombre que era pastor de cabras, como él, y la cabra no lo tiró al monte sino a la abogacía y, de allí, protegido por lobos de la política, alcanzó la magistratura. ¿No es un lugar perfecto para el crimen perfecto?
Manuel, en cambio, se siente orgulloso de no haber sido más que pastor toda su vida, y se siente orgulloso porque nunca hizo daño a nadie, y ahora está bien cuidado en el asilo, algo solo pero bien cuidado, mientras que el juez se empeñó en ser juez y, míralo, acabará entre rejas.
La noche pasada Manuel tuvo un sueño extraño. Sí, era un sueño inquietante. Un huracán azotaba la puerta de su habitación hasta derribarla y entonces una luz muy fuerte, parecida a la de los carteles luminosos del asilo de ancianos, lo arrastraba dando tumbos por todo el asilo y luego se lo llevaba por lo aires, lejos, muy lejos.
¿Verdad que era malo ese sueño? ¿No sería la muerte que venía a por él?
Y después Manuel me pide que le explique cómo va a ser eso del carné de conducir con puntos. Él nunca tuvo coche, ni carné. Cuando se emborrachaba, siempre iba a pata. Tampoco subió nunca a un avión. En el asilo sólo hay un viejo que cuando era emigrante tuvo que hacerlo. ¿Para qué tanto correr si la mitad de esos jóvenes se matan a mitad de camino? Así pocos llegarán a viejos. Los asilos se quedarán vacíos. La palmera morirá. Sonará el teléfono pero no contestará nadie porque ningún hijo buscará a su padre. Tampoco al revés.
Miro la hora. Se hizo tarde. Manuel todavía pregunta, para retenerme un poco, si mis hijos tienen coche; si ya estoy jubilado; y si volveré al asilo antes de que se acabe el invierno. Esto último, si volveré a visitarlo, me lo pregunta dos veces.
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