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Columna
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Cautelas

El Gobierno anterior negoció con ETA, o al menos lo intentó, sin que nadie le diera vela en aquel entierro. En su declaración de tregua, consecuente al Acuerdo de Lizarra, ETA no emplazaba al Gobierno español a negociación ninguna; es más, apenas lo tenía en cuenta para nada. Entonces ETA y el resto de los nacionalistas quisieron poner en práctica su programa de máximos mediante una política de hechos consumados que sólo les comprometía a ellos, lo que no quiere decir que no reservaran una posible negociación con el Gobierno para una fase posterior. El proyecto era muy descabellado y, afortunadamente, fracasó por la renuncia de una de las partes implicadas en él. ¿Pudo haberlo reconducido hacia un final del terror sin concesiones políticas una intervención del Gobierno? Seguramente no, pero no me parece reprobable que el Gobierno tanteara, como hizo, esa posibilidad.

Hoy vuelve a vislumbrarse una enésima oportunidad de que acabe de una vez esta pesadilla. La situación es además sensiblemente distinta a la que se produjo durante la tregua de Lizarra. ETA, según todos los indicios, está aún más débil que entonces, y si nos atenemos a lo formulado en Anoeta, y ratificado con posterioridad por diversas manifestaciones procedentes de su entorno, ya no busca una recomposición del frente nacionalista junto a una reconstrucción virtual del país soñado, tutelado todo ello por las armas en espera. Sus pretensiones actuales son más moderadas, aunque es cierto que distan de ser la simple búsqueda de una salida airosa tras la aceptación de su derrota. Con un lenguaje pomposo -"desmilitarización multilateral", que afectaría también al Estado francés- se plantea, al parecer, la entrega de las armas, aunque tratará de presentar su rendición como fruto, en realidad, de su triunfo político. Y éste es un punto sensible, no menor, que el Gobierno tendrá que tener en cuenta si las circunstancias le exigen -como pueden llegar a hacerlo- negociar con la banda armada. Ésta ha dado ya algunos pasos simbólicos en la dirección que apunto, como la representación de la muerte del Estatuto, servida en bandeja por la inmadurez política del lehendakari Ibarretxe. Que ese punto cero de la política vasca, que ETA pretende vendernos como su triunfo necesario, pase de ser simbólico a hacerse efectivo es una cuestión que el Gobierno y las fuerzas democráticas tendrán que desactivar si no quieren ser ellas las derrotadas y si se quieren evitar sensibles agravios -por ejemplo, para las víctimas-. Y tendrán que hacerlo en un juego delicado que no eche por tierra el resultado final perseguido, que no es otro que el fin de ETA.

Habrá quienes se pregunten si es necesario negociar con una organización terrorista que sólo se aviene a ello por hallarse en una situación terminal. ¿No sería más conveniente continuar por el camino emprendido hasta liquidarla definitivamente? ¿No supone un riesgo innecesario prestarse a una negociación de final incierto y de la que la organización armada podría extraer nuevo aliento y nuevas excusas para seguir matando? Estas preguntas no son improcedentes, pero apelan directamente a la pericia política. Una negociación puede ser el instrumento adecuado para acabar antes con el horror y la crueldad sin perder nada en el intento, e insisto en lo de sin perder nada en ello. Y es ahí donde intervendrá la pericia política, que buscará el momento oportuno y tratará de hacer infructuosa para la organización armada toda operación de retirada. Pues no estoy de acuerdo en que ambas partes deban ceder para llegar a un acuerdo, ni en que en esa operación no deba haber ni vencedores ni vencidos. El Estado de Derecho -no el partido X o el partido Z- no debe ceder en ella ni un milímetro, y sólo le cabe ofrecer clemencia, oferta, por cierto, mucho más complicada de lo que su simple enunciación puede dar a entender.

Clemencia e incorporación a la vida democrática, lo que dista de otorgarles ese punto cero que eche por tierra lo que tanto ha costado conseguir y presente como héroes a quienes han causado tanto dolor innecesario -también para ellos mismos y sus familias-. Lo que posteriores consensos pudieran deparar sería ya fruto de la política democrática normalizada, pero haría bien el partido socialista en evitar determinadas especulaciones sobre futuros pactos con quienes han justificado tanto dolor y tanta sangre, aún demasiado recientes. Por dignidad y por humanidad.

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