¿Redes de municipios o redes clientelares?
Cuando defendía mi tesis doctoral sobre la vigencia de la provincia en la organización territorial española, un miembro del tribunal examinador preguntó curioso por qué me había decidido a estudiar un nivel de gobierno con tan escaso glamour. En efecto, cualquiera de los otros muchos escalones verticales en que se divide nuestro Estado autonómico, desde el municipio a la UE, gozan de mayor prestigio en el mundo académico y las carreras de los políticos. Igualmente, en el lenguaje cotidiano, designar una mentalidad como provinciana consiste siempre en un certero desprecio y poco hay más displicente que la costumbre madrileña de referirse a lo que sucede "en provincias". Incluso el origen histórico y etimológico del término, vinculado a la idea imperial romana del territorio vencido, contribuye a la estigmatización. Y, aunque pudiera haberse beneficiado de su conexión liberal con la superación del Antiguo Régimen, lo cierto es que la división provincial de Javier de Burgos ha atraído más la atención de quienes la han criticado por artificio jacobino o por haber primado la función de orden público -léase represión- sobre el fomento y la vertebración política de la periferia.
Como remate contemporáneo a todo eso, la aparición de las comunidades autónomas ha acentuado el cuestionamiento de su razón de ser al tiempo que variados escándalos de corrupción y parte del aún persistente clientelismo -ya sea de partido o el más tradicional de tipo caciquil- han tenido en los últimos años como protagonistas a las Diputaciones que se encargan del gobierno provincial. Aunque hay excepciones, algunas de las figuras menos presentables de nuestra clase política parecen refugiarse en esta institución que resulta la más opaca para la opinión pública y la única en la que sus miembros no están directamente sometidos a la rendición de cuentas electoral.
Aunque solo fuera por lo anterior, y porque al mismo tiempo la existencia de la provincia como entidad autónoma está garantizada por la Constitución, merece la pena prestarle atención. Quizá para concluir que lo mejor sería imitar lo ocurrido en las comunidades uniprovinciales y, aprovechando la próxima tanda de reformas en la carta magna o algunos Estatutos de autonomía, hacer desaparecer las Diputaciones. O quizá, con un planteamiento más pragmático que no afecte al actual texto constitucional, para repensar la institución sin caer en esa manía tan española del adanismo en base a la cual, antes de reformar lo que funciona mal, se prefiere abolirlo y sustituirlo por alguna novedad. Y es que, en el caso de que se eliminasen las Diputaciones de nuestra estructura territorial, otras entidades supramunicipales tendrían que venir enseguida a ocupar su lugar pues -como demuestran otros estados similares en tamaño y naturaleza descentralizada donde hay counties, kreise o provincie- el vacío entre ayuntamientos y autonomías regionales resultaría política y administrativamente disfuncional.
Como subraya el recientemente presentado borrador del Libro Blanco para la reforma del Gobierno Local, en España hay 8.000 municipios, casi todos minúsculos, y parece exigible que determinados servicios propios del ámbito local se presten de manera conjunta para que tengan una calidad mínima similar. Por otro lado, no es aceptable que los pequeños ayuntamientos queden condenados a la insignificancia política a la hora de defender una iniciativa propia ante otros niveles superiores de gobierno por carecer de los canales adecuados de interlocución, de competencia técnica o de suficiencia financiera. Recursos todos que sólo los puede proporcionar una institución con personal cualificado y peso específico.
Los críticos de las Diputaciones podrían tal vez aducir sus actuales deficiencias de funcionamiento y transparencia para aconsejar que esas funciones intermunicipales las lleven a cabo las delegaciones territoriales de las autonomías, o bien fórmulas comarcales novedosas. Pero estas dos posibles soluciones alternativas resultan harto discutibles. Por lo que respecta a las administraciones periféricas autonómicas -por cierto, significativamente diseñadas sobre la base de las viejas provincias que al parecer ya no son tan artificiales- no se trata de gobiernos locales sino de divisiones territoriales para el cumplimiento de las actividades de un nivel superior. Obviamente se compadece poco con una mentalidad federal el pretender que las autonomías sean juez y parte de las relaciones interterritoriales. En cuanto a las comarcas o las mancomunidades, allí donde se han creado, pueden resultar funcionales para la provisión de ciertos servicios, pero sus evidentes problemas de escasa masa crítica o su carácter parcial las hacen inapropiadas para la competencia de soporte logístico integral de los servicios locales. En Cataluña, máxima impulsora de la comarcalización y donde el nacionalismo más ha articulado la andanada contra las Diputaciones, la próxima reforma del Estatut parece confirmar esta idea al apostarse ahora por entidades más propias a las economías de escala como son las veguerías; que es como decir las provincias -por supuesto con otro nombre- aunque sean siete en vez de cuatro.
Por eso, si las provincias, o algo muy parecido, son indispensables y si incluso su actual tamaño resulta casi idóneo, por qué no descender desde las macro discusiones a la forma práctica de corregir la institución que ya tenemos, esforzándonos en dotarla de un funcionamiento más acorde con su responsabilidad. ¿Por qué no evitar que los políticos, parafraseando a Clausewitz, sigan viendo en las Diputaciones la continuación por otros medios de su respectivo partido? No es aceptable por más tiempo que su composición se someta a oscuros arreglos y que se conciban a modo de mercado de subvenciones o favores políticos para los municipios afines. Romper con ese patronazgo para asumir de verdad su función cooperativa como red estable y de calidad al servicio de todos los municipios dotará a las provincias de la legitimidad que ahora les falta. Reinventar las Diputaciones significa, por tanto, defender la maltrecha autonomía local, entender las relaciones intergubernamentales como concertación entre niveles interdependientes, y, en fin, elevar la calidad de nuestra democracia. Como programa de actuación no resulta falto de atractivo académico o político. Más bien lo que nos falta es debate intelectual y políticos que decidan impulsarlo.
Mayte Salvador Crespo es profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Jaén y autora de La autonomía provincial en el sistema constitucional español.
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