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VISTO / OÍDO
Columna
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El cetro de Ucrania

La llegada de la democracia a Ucrania se ha señalado por la entrega del cetro a Yúshenko, el Envenenado. Es un hecho nuevo: el cetro es símbolo de dioses y emperadores; este que le dan era de los cosacos, me dice mi compañera Pilar Bonet en una bonita crónica. El atamán de los cosacos era su emperador, digamos; los cosacos eran enemigos de Rusia, y lo fueron especialmente del régimen soviético. Con el cetro del atamán Jmelnitski, que ha prestado un museo de Polonia, Yúshenko ha jurado su separación de la URSS y su entrada en Europa. ¡Qué democracia! Cuando perdió este hombre del cetro se anularon las elecciones, y él mismo sacó a sus grupos a la calle, con la amenaza de revolución. A él quisieron envenenarle los prorrusos, quizá por orden de Putin. Se repitieron las elecciones con nuevas normas y otro sistema de recuentos, y ganó Occidente. No usted y yo, sino Estados Unidos: la esposa (segunda) del nuevo presidente es ucraniana, pero nacida en Chicago, y ha sido empleada del Departamento de Estado como ayudante del delegado de Derechos Humanos. No ha renunciado a su pasaporte americano; parece lógico que los enemigos del nuevo presidente digan que es una chica de la CIA que han casado con el Envenenado para conseguir este resultado. Después de las elecciones de Afganistán, cinco días antes de las de Irak, apenas pasadas la de Palestina, arrojan sobre mí unas ciertas disidencias con respecto a la democracia de nuestro mundo: porque todo pasa en nuestro mundo o todo el mundo es nuestro. Ya lo vimos en las de la Comunidad de Madrid, repetidas hasta que perdió quien tenía que perder. Pero aquello parecía una cuestión de un par de frescos (¡han desaparecido!) y un error considerable de la izquierda madrileña que tuvo que esperar hasta la sangre de marzo para reaccionar. No: es una nueva manera de pensar la democracia. Habrá que dejar de ser demócrata pero ¿qué puede uno ser?

(Cetro: no sé si es que el poder se muestra con una porra para pegar, como la vara del alcalde, o si es un símbolo fálico del varón. A los nuevos papas les palpan los testículos (o sea, los testigos de su virilidad) para que no cuelen una papisa. En otro tiempo lo demostraban teniendo hijos).

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