Sembradores de odio
Era en aquella Antena 3TV de Juan Villalonga, compañero de pupitre de Aznar, presidente de Telefónica, introductor de las stock options, cuando Isabel San Sebastián dirigía el programa matinal que llamaban El primer café. Venía como invitado para la entrevista el obispo titular de Sigüenza-Guadalajara, monseñor José Sánchez, responsable del Consejo de Medios de Comunicación en la Conferencia Episcopal. Uno de los periodistas le preguntó por las referencias insultantes del encumbrado radiofonista Antonio Herrero, desde las antenas diocesanas, a la que llamaba mónica lewinsky de Felipe González. Monseñor adujo que se había llamado la atención a Herrero, aunque era visible que sin consecuencia alguna, por supuesto.
Enseguida el obispo Sánchez multiplicó sus arremetidas contra alguna cadena de emisoras, justificadas por el solo hecho de formar parte de la competencia en las ondas. Entonces el colega antes aludido dijo a monseñor que para entender el desencadenamiento de la Guerra Civil habría bastado con que los predecesores de José Sánchez se hubieran dedicado con el mismo celo a ser sembradores de odio, bien como respuesta al odio que hacia ellos percibían o bien en actitud anticipatoria y preventiva. Porque sabemos que los medios de comunicación pueden ser promotores de la concordia, de convivencia cívica, o difusores del odio y del antagonismo social. Hemos comprobado cómo todas las guerras, por lo menos a partir de la hispano-norteamericana de 1898, que culminó con el Desastre, han tenido una previa preparación periodística.
Qué bien resumido queda para la ocasión hispano-norteamericana el peso decisivo de la beligerancia periodística, con la transcripción del telegrama del corresponsal Remington, quien desde La Habana decía al editor del Journal: "Todo tranquilo. No sucede nada. No habrá guerra. Deseo volver" y de la respuesta de Hearst enviada desde Nueva York en términos inequívocos: "Le ruego que permanezca allí. Proporcióneme las ilustraciones, que yo le proporcionaré la guerra". Ya en nuestros días hemos observado que las guerras de la ex Yugoslavia no se hubieran desencadenado sin la contribución de la televisión de Belgrado, que no hubiera habido genocidio de hutus y tutsis sin la radio de las mil colinas, ni habría habido declaración de guerra en las Azores contra las armas de destrucción masiva del Irak de Sadam Husein, sin la intoxicación previa de las fuentes informativas hasta grados de envenenamiento colectivo.
Aquí en España veníamos de la concordia y de la reconciliación, habíamos pasado de 40 años de victoria de unos sobre otros a inaugurar la paz para todos, de las dos Españas a construir un nuevo orgullo en el que coincidir sin humillación alguna para otros compatriotas, del cainismo a la Constitución de las libertades públicas. Nada de Alicia en el país de las maravillas, espacios abiertos para la discrepancia pero desde el reconocimiento del antagonista, con renuncia a la política del exterminio del disidente. Pero algunos acusan un pronunciado vértigo gravitatorio por volver a las andadas desde las ondas del encono y el rencor, instaladas en el todo vale contra el adversario político, social, económico o mediático.
Cuánto fruto -como decían aquellos predicadores de las ocasiones solemnes que todavía hablaban desde el púlpito a la feligresía- podrían obtener nuestros queridos obispos si leyeran hacia adentro -con ánimo de aplicárselas a sí mismos en cuanto que empresarios de la radiodifusión- las recomendaciones que una y otra vez han propuesto para ser norma de comportamiento de quienes ejercen el poder editorial. Porque la Conferencia Episcopal no puede ignorar su condición de gran empresario de la comunicación y es incongruente que venga después a sorprenderse de comportamientos sociales que resultan de las intoxicaciones mediáticas que a través de sus ondas andan promoviendo. ¿Es ésta la Iglesia perseguida? Nadie lo diría si se atuviera a la escucha de determinadas sintonías. Bienvenidas todas las diferencias, sin ocultaciones hipócritas, pero la bronca descalificadora porque sí tiene ya demasiados valedores.
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