Una mayoría amplia
Quizá algún día se escribirá que España bajo la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero entró en los tiempos pospolíticos. José María Aznar fue el último político clásico de este país, el último dispuesto a defender una idea -la guerra de Irak, por ejemplo- independientemente de la posición de la opinión pública y de pelear por ella hasta el final. Un concepto de la política que no era extraño ni a Felipe González ni a Jordi Pujol. Con Zapatero hemos pasado de los proyectos políticos a "lo que quiera una mayoría amplia" y de las categorías políticas a lo que algunos llaman valores. Bush utilizó 42 veces la palabra libertad en los 20 minutos de su alocución de toma de posesión (en la que por cierto empleó una sola vez la palabra democracia), pero también resulta cómico el número de veces que Zapatero utilizó la palabra esperanza en su entrevista de la primera cadena de Televisión Española. La esperanza es un estado de expectativa, a medio camino entre el paraíso remoto de la utopía y la frustración de la promesa. Para Zapatero, por tanto, es susceptible de reconocimiento todo aquello que venga con el aval de una amplia mayoría: de aquí la diferencia entre el llamado modelo catalán y el llamado modelo vasco. Es decir, el que se esmere en cumplir los deberes en casa tendrá la recompensa por añadidura.
La España plural -otro concepto vacuo como corresponde a los tiempos que corren- se piensa, por tanto, más en términos de voluntades mayoritarias que de derechos de las minorías, aunque una mayoría -la catalana- por abrumadora que sea pueda entrar en contradicción con otra mayoría -la española. Es una cierta inversión de la lógica democrática, entre cuyos principios básicos está el derecho de las minorías a no ser arrolladas por las mayorías. Pero los derechos de las minorías son secundarios en un debate centrado en torno a discursos con pretensión de mayoría necesaria en sus propios territorios: los nacionalismos. Todo relato nacionalista, por definición, pretende ser el relato de una comunidad entera. El que consigue transformar numéricamente -en abrumadora mayoría de escaños parlamentarios- esta idea, tiene la partida ganada. O por lo menos esto es lo que sugiere Zapatero.
Maragall, en Miravet, intentó agrupar la amplia mayoría catalana, Zapatero hizo lo propio aportando a su álbum la foto que le faltaba para demostrar su dominio de la totalidad del espectro: la de Rajoy. Agrupar una mayoría nacional española era condición necesaria para que se pueda aceptar el principio de reconocimiento de todo aquello que venga apoyado por una amplia mayoría desde una nación periférica. Es el resultado de unos juegos de alquimia política a los que llamamos consenso, que han sentido el santo y seña de la transición. El resultado ha sido indudablemente positivo, aunque se haya pagado el precio de una democracia en que el espacio de lo posible -es decir, de lo políticamente correcto- es bastante reducido.
Cataluña tiene al alcance de la mano la mayoría que Zapatero pide. El presidente del Gobierno ha abierto la vía de las reformas institucionales que sus antecesores habían convertido en tabú probablemente porque ve en ella la plataforma sobre la que construir su esperanza de completar el proceso de la transición. El recelo que se ha mostrado, especialmente en el nacionalismo conservador, no es sólo una constatación de lo que la experiencia enseña y su razonamiento binario confirma (nacionalismo contra nacionalismo), sino que es también la expresión del poco entusiasmo que genera para ellos un proceso que les retira el monopolio del nacionalismo. La exclusiva se pagaba a muy buen precio. La socialización del principio nacionalista -convertido en sentimiento compartido- deja al nacionalismo partidario en pérdida de su razón de ser. Por este motivo Esquerra Republicana prefirió independentismo como identidad. Tiene la fecha de caducidad más lejana.
La exigencia de amplia mayoría de Zapatero es una doble prueba. Una prueba para él: ¿cumplirá la palabra dada, aunque se oponga el Partido Popular? Y una prueba para los partidos catalanes: ¿serán capaces de encontrar un territorio de acuerdo que además cumpla el principio democrático básico de respetar a las minorías? Cataluña afronta un proceso decisivo de incorporación de población inmigrada, y un proyecto de futuro debe contemplar esta realidad sin miedo, tanto a la hora de definir los derechos como de concretar los deberes. Sentar ahora las bases de una sociedad plural, evitaría, después, caer en los desatinos del multiculturalismo.
La cultura pospolítica amenaza al nacionalismo de partido. Contra Aznar o González vivían mejor, pero el gran cambio en el sistema de intereses ya fue. El sistema clientelar en el Estado de las autonomías lo da el control del poder autonómico. Por eso, la alternancia en las autonomías aparece a menudo como la verdadera revolución, aunque en países pequeños los sistemas clientelares pasan de una tutela a otra con suma facilidad. ¿Qué temía CiU? ¿Qué teme el PNV? En Cataluña este paso ya se dio, en el País Vasco todavía no.
En cualquier caso, el debate del Estatut está en marcha. Más que una demanda de la sociedad -que si la hubo fue, sobre todo, en torno a la financiación-, el proceso de reforma estatutaria ha sido una operación iniciada en la superestructura política y pensada para un escenario distinto del que se ha dado (una victoria del PP). En el paisaje imaginado, la propuesta estaba condenada a morir: era puro bla, bla, bla, un instrumento para persistir en la estrategia del victimismo como prolongación de la política. El escenario real ha convertido la reforma en posible, lo cual impone dos exigencias a quienes la promovieron: hacerla realmente posible y explicar a la sociedad por qué y para qué es realmente necesaria. Siempre quedará la esperanza.
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