Y a ti, ¿quién te cuidará?
Un día no puedes más. No te anima el café de la mañana con las amigas, ni el vinito con el vecino. No te alegra la llamada de la asistente social, que promete encontrar, donde sea, más ayuda. Ya ni siquiera contestas al teléfono. Sucede a cualquier hora, en un barrio corriente de una ciudad parecida a las demás. Un hombre mata a su mujer enferma de Alzheimer y luego se suicida. No hay consuelo para tanta desesperación.
La sociedad envejece. El 22% de los catalanes tienen más de 60 años y nuestra esperanza de vida es de las más altas de Europa. Vamos a vivir, dicen, más de 80 años. Y lo que parece una buena noticia se transforma en incertidumbre. ¿Quién nos va a cuidar a nosotros, los viejos del mañana? Ante la pregunta, volvemos el rostro y miramos a otro lado. La realidad es que nos estamos quedando sin cuidadores y sólo los que pueden pagar a un ciudadano latinoamericano o filipino para que saque al parque a su anciano padre respiran tranquilos. Las salas de terapias, los grupos de apoyo, han incorporado una nueva modalidad de síndrome, el del cuidador. Lo padecen personas con síntomas de angustia, de depresión y hasta de dependencia, que viven pendientes de alguien que les necesita noche y día. Presos de una circunstancia que, por mucho amor que haya de por medio, llegan a odiar.
Vivimos cada vez más años, pero la atención a la vejez sigue sin estar resuelta. Las personas mayores no quieren depender de la caridad, sino acceder a unos servicios a los que tienen derecho por el simple hecho de pagar impuestos
Hasta hace bien poco, el cuidado de niños, enfermos y ancianos formaba parte de la vida, de las tareas, de las mujeres de la casa. La incorporación de la mujer al mundo del trabajo remunerado ha trastocado esa realidad cotidiana; en Cataluña, la tasa de actividad femenina llega ya al 48%. Les queda poco tiempo libre y menos energía. Lo intentan, pero no llegan. El resultado es que las señoras de entre 35 y 55 años tienen tres veces más enfermedades por culpa del estrés que los ejecutivos. Los hombres, en su mayoría y salvo loables excepciones, no han sido educados por sus madres para cuidar a nadie y les cuesta asumir su parte. Asear a los ancianos, darles de comer, vigilar que se tomen las pastillas, cambiarles las sábanas, escuchar y preguntar, hablar de gente que murió hace tiempo, cogerles la mano y prepararles la merienda. Cosas de chicas, de las hermanas, de las abuelas jóvenes, de las hijas, de las cuñadas, cosas de aquellas útiles y entrañables tietes. Ahora ellas están en la oficina. Y a ver qué hacemos.
Observamos aterrorizados a nuestros mayores y, aturdidos por una responsabilidad que nos sobrepasa, reclamamos ayuda al Estado, que no es capaz de responder con más ayuda social y que sigue confiando en la familia tradicional. Aquélla, la de siempre, la familia mediterránea, numerosa, que vivía y moría unida, que se sacaba las castañas del fuego y se hacía cargo. Mientras confiamos en los valores de una sociedad que se acaba, España dedica alrededor del 20% del PIB a gasto social, cuando la media en la Europa de los 15 alcanza el 27% y en lugares como Suecia y Finlandia pasa del 30%. Los europeos, sobre todo los del norte, ya se han hecho a la idea, por duro que suene, de que serán sus impuestos, y no sus familias, los que les asegurarán una vejez digna.
Estas familias pequeñas que tenemos necesitan del Estado para no enloquecer. Cuidan del abuelo, pero sueñan con avanzar en la lista de espera y conseguir una plaza en la residencia pública. Y no hay más que ver a los familiares de enfermos de Alzheimer para entender que la ayuda es urgente y prioritaria. Por un asesino anciano y derrotado sólo se puede sentir compasión, y algo de rabia ante esa situación que le llevó al desconsuelo más absoluto.
Pero, al margen de enfermedades y situaciones de extremo deterioro, a lo que la gente aspira es a envejecer y morir en casa. La Comunidad de San Egidio, que lleva años ocupándose de ancianos en muchas grandes ciudades, entre ellas Barcelona, advierte de que en las residencias, por bien que estén, los viejos mueren antes. Por eso, ha editado una guía, que contiene toda la información de servicios sociales, para ayudar a los ancianos a quedarse en casa. Los que se quedan son miembros de una nueva resistencia. Son ancianos y viven solos. No quieren ser un lastre, pero tampoco aspiran a una cama en un lugar limpio, luminoso y desconocido. Prefieren sus viejos pisos, en su barrio de toda la vida, reclaman más ayuda domiciliaria, a cargo del Estado, y algo de compañía.
A base de insistir, conseguiremos la ayuda domiciliaria, pero ¿dónde encontraremos la compañía? Me temo que el Estado no nos arreglará este asunto de envejecer bien y que tendremos que buscar una fórmula que nos permita, a hombres y mujeres, cuidar de los nuestros. Nos quedará menos tiempo para el trabajo y para el ocio. Quizá, incluso, deberemos fastidiarnos y renunciar a algo.
Mi madre, cuando quiere molestar, dice que ella no piensa depender de nadie. Como ha estado ahorrando, en cuanto vea que no puede o no quiere vivir sola se irá a un hotel, al San Agustín, que está céntrico, junto a La Rambla, es familiar y tiene restaurante. Además, cree que le harán buen precio. Espera que vayamos a verla y a comer un día a la semana. Los sábados cogerá el metro y vendrá a la nuestra; algún domingo se quedará a dormir. Lo tiene todo organizado porque, dice, no puedes dejar tu vejez en manos de los demás. Siempre que sale el tema nos acabamos enfadando. Ella lo tiene resuelto; pero a ti, ¿quién te cuidará?
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