Gesto de estadistas
Quizás lo más lamentable de la salida de los presos de ETA tras haber pasado 18 años de condena en la cárcel -que hay que pasarlos para saber lo que es ese castigo- es que vuelven a una sociedad, a su País Vasco, mucho más inestable políticamente que cuando entraron. A pesar de la merma del terrorismo, la dinámica política de estos últimos años promovida por el nacionalismo legitima en gran medida sus asesinatos. Porque España está en conflicto con Euskal Herria, porque no se resolvió el problema desde 1839, porque se niega el Gobierno de Madrid a aceptar la voluntad de los vascos, tal como lo plantea Ibarretxe nada menos que en La Moncloa.
Si esos presos regresaran a una sociedad normalizada, ésta los engulliría y pasarían desapercibidos, y ellos estarían avergonzados por lo que hicieron. Pero Ibarretxe, su plan, ha conseguido que salgan como individuos necesarios y hasta heroicos para esa sociedad vasca que pugna por librarse de la bota española. Por el contrario, las víctimas, los acosados, los que disienten políticamente son los malos vascos, los que debieran desaparecer de aquí. Así están las cosas. Por eso, que Zapatero haya dicho que no a las pretensiones de Ibarretxe, y que la vicepresidenta y portavoz del Gobierno deslizara en La Moncloa las palabras "firmeza" y "fuerza" alivia la preocupación de los excluidos por el nacionalismo, aunque sepan -éstos sí lo saben- que van seguir sufriendo la misma dinámica puesta en marcha por aquél hasta que no sea desplazado del poder. Que no va a parar sólo ante las palabras.
Santiago Carrillo se quejaba hace pocos días, en un magnífico reportaje en la televisión, de la limitada dimensión de los políticos de ahora frente a los de la transición. Les falta cocimiento, decía. Tenía razón. Pero a muchos nos ha sorprendido gratamente las conclusiones del encuentro de la semana pasada entre Zapatero y Rajoy. No sé si lo que escuchó de Ibarretxe en la entrevista previa le impactó a nuestro presidente del Gobierno, que pasó mucho tiempo lanzando puentes al nacionalismo, mientras su partido no dejaba de chincharle al PP con su soledad. Y también me sorprendió Rajoy. Tras reunirse con sus mesnadas en un castillo, uno esperaba que saldría en montaraz galopada, pero salió con el discurso sereno de que va a garantizar con el apoyo de sus votos la estabilidad gubernamental, si fuera necesario. Ambos dirigentes han evaluado la situación, se encuentran y acuerdan con lealtad constitucional colaborar frente al reto del nacionalismo. Parecen, tras la reunión, políticos británicos; mucho más, ilustrados republicanos franceses. Fue un gesto de estadistas, del que estamos tan necesitados.
Aunque, mirándolo bien, no es para ponerles en un altar: es lo exigible y normal -una consecuencia incluso de la aplicación del Pacto Antiterrorista- en una situación en la que el terrorismo vasco no es ya lo grave, sino la propuesta política de secesión formulada por todo el nacionalismo. Si el Pacto Antiterrorista fue una gran medida para la derrota de ETA, esperemos que ese encuentro en la lealtad constitucional tenga el mismo efecto ante la ofensiva de Ibarretxe con el apoyo de Batasuna. Al menos, gozamos de un gran antecedente.
La aproximación de posturas entre el presidente del Gobierno y el líder de la oposición ha sido sorprendente, dados los antecedentes, pero, insisto, era lo obligado. Porque si el Gobierno del PSOE desea llevar a cabo las reformas constitucionales y estatutarias anunciadas, no son una originalidad las expresiones de María Teresa Fernández de la Vega diciendo que el PP es necesario e imprescindible. Entramos en la política real y no en la de corrala que hemos padecido en los últimos tiempos y que tan bien han aprovechado los nacionalismos periféricos. Las reformas se harán desde el centro o no se harán; aunque sea a propuesta de lo periférico. Y esperemos que nadie esté en contra de las reformas por principio, aunque se debiera siempre sostener el principio, mucho más fundamental, de que tampoco se le impongan a nadie.
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