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Columna
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Las collejas quijotescas

Me parece de perlas el despliegue publicitario y editorial que se está haciendo para conmemorar el 400 aniversario de El Quijote y aproximarnos a la figura de su autor. Nunca será bastante cuanto en este sentido se haga porque, a decir verdad, y por estos pagos, el número de lectores reales del ingenioso caballero sigue siendo muy inferior al de cuantos declaran serlo, por no hablar de quienes desdeñan la obra cervantina porque fueron empapuzados con ella a modo de castigo. Me refiero a los escolares de la enseñanza pública de las décadas de los 40 y 50 del siglo pasado, forzados a aprehender sus primeras letras cervantinas bajo la férula del pánico. Prodigio sería que no odiasen de por vida ése y todos los libros de caballerías juntos.

Eran aquellos, ya se sabe, años recientes de postguerra. Los maestros de escuela, como era lógico, pertenecían al bando de los vencedores de la Cruzada, lo que no garantizaba su competencia. El mío, en aquel Elche, cuya ciudadanía fue depurada hasta las heces por roja, se llamaba don Eliseo y tenía fama de riguroso, además de tener pinta de derrotado. Con el tiempo he comprendido que era propio de un santo varón vérselas a diario con un centenar de desarrapados y que la desesperación o desesperanza no se le trucase en violencia. Pero si esta afloraba en algún instante era en la temida hora de la lectura, que indefectiblemente versaba sobre don Quijote y Sancho, el único texto disponible y bendecido, al parecer, por la autoridad competente y eclesiástica.

Nunca, desde entonces, he podido abrir el eximio libro cervantino sin evocar, entre conmovido y cabreado, aquel temor a la colleja que comportaba trabucar una palabra, no pausar en una coma o trasladar un acento. Cada error, pescozón al canto. Era aquello de que la letra con sangre entra, pero el resultado fue una tirria descomunal al de la Triste Figura. Añádase a esta severidad la tan a menudo olvidada agravante de que esta poción cervantina se nos administraba manu militari a una patulea de mozalbetes valencianoparlantes, minusválidos para leer la lengua cervantina que no hablábamos comunmente en casa ni en la calle.

Debo suponer que, con los años, todos o buena parte de aquellos damnificados nos hemos reconciliado con el hidalgo de la Mancha, ajeno a tan odiosa pedagogía y contexto social. Debo suponer, digo, porque lo lógico es concluir que aquellas fueron unas promociones irremisiblemente alienadas con respecto a nuestro gran libro. Yo mismo lo hubiese quemado en la hoguera del olvido de no ser porque me sugestionó un pariente torrentino, sentencioso y cervantino hasta el tuétano -además de republicano-, capaz de recitar de corrido largas parrafadas y hasta capítulos enteros, tal era su devoción por el hidalgo y su escudero.

Decía y reitero que ha sido gran cosa, a propósito de la efeméride, promover sin avaricia la lectura y divulgación de esta obra única. Y si he rememorado el episodio de las collejas que queda referido no ha sido más que por describir cómo transcurrió para muchos un tiempo lejano y mortificante, aunque no tanto -pues todo hay que decirlo- como el mezquino ocultamiento que a los valencianos se nos infligió acallando la existencia de otro caballero y libro, el Tirant lo Blanc, que descubrimos tarde, y a trancas y barrancas. Mal un caso, peor el otro.

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