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Diversas respuestas a diversas Europas

Joan Subirats

A las puertas del 20 de febrero, deberíamos haber entrado en la fase de debate social sobre el sentido y significado de la denominada Constitución europea. Una ojeada a la prensa no invita precisamente al optimismo sobre el grado y la calidad que pueda llegar a alcanzar ese debate en torno al referéndum. El Gobierno ha tratado de conjurar el peligro de indiferencia-abstención con una campaña institucional de famosos que, si bien aparentemente informan sobre el texto, en la práctica refuerzan el apoyo tácito a lo que exponen. El Partido Popular, ocupado como está en defender España de los enemigos que surgen por doquier y con crisis de liderazgo evidente, duda de si le conviene o no asumir un perfil alto en la campaña a favor de un texto en cuya redacción participó activamente. Otros partidos han atravesado un curioso camino del no estratégico al dubitativo, o tratan de confundirse con el terreno con discreción y pocos excesos, sabiendo que están ante un asunto en que o bien no se sabe qué decir, o si se profundiza las dudas surgen por doquier. En general se nota que estamos ante un tema que atraviesa internamente a muchos partidos políticos y muchas formaciones sociales, como de hecho se ha podido constatar en otros países.

¿Para que necesita reforzarse Europa?, se preguntaba Tzvetan Todorov en un reciente libro, y respondía: para defender una cierta identidad que los europeos creen que vale la pena defender. ¿Cuál es esa identidad? Zygmunt Bauman responde que es esa forma, para nada común, de vivir juntos, de respetarse mutuamente después de tantos siglos de luchas fratricidas. Pero, ese estar juntos sin necesidad de definir con precisión quiénes somos, ese estar juntos sin ser lo mismo, ¿lo defiende el texto llamado constitución que nos invitan a refrendar? El problema es que en la construcción europea se ha tendido a privilegiar los resultados, los hechos, las ventajas de formar parte del club europeo, mientras, inteligentemente, se pasaba de soslayo por las cuestiones de identidad, de valores compartidos, de derechos de ciudadanía comparables. Pero ese saber hacer, perfectamente comprensible en los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta, empezó a resquebrajarse en la década de 1990 cuando se fue agotando la máquina de producir resultados, cuando internamente las grietas empezaron a ser excesivamente visibles y cuando los vecinos cercanos y lejanos se tornaron irremisiblemente presentes por todos lados. Ante la perspectiva de que los hechos menguarán, que los recursos escasearán y que las grietas no se cerrarán, se nos pide una renovación de las promesas fundacionales con nuevos mimbres. Un renovado "sueño de la razón", como diría el profesor de Cambridge Philip Allott. Se utilizan símbolos teñidos de significado histórico: convención, constitución, términos que a finales del siglo pasado sonaban como sacrilegio en muchos de los países miembros. Así, en pocos años, hemos pasado de la pregunta: "¿Necesita Europa una constitución?", a preguntarnos: "¿Cuál debería ser el contenido de una constitución europea?". No está mal para un entramado que necesitaba urgentemente legitimación y superar de alguna manera el persistente reproche de su déficit democrático. Lo que no sabemos es si ahora lo que obtendremos es un déficit democrático constitucionalmente constatable.

No creo que nadie pueda defender que el debate sobre la construcción europea se resuelve con la aprobación más o menos solemne de la Constitución europea. Uno de los mejores argumentos para inclinarse por la participación y por el en el referéndum del día 20 de febrero es que el contenido del nuevo tratado es notablemente mejor que lo que hasta ahora tenemos. Un triunfo del no, dicen, implica no avanzar. Pero ¿hacia dónde avanzamos? El problema es que si relacionamos el debate sobre el texto constitucional con los temas de fondo de la construcción europea, las dudas siguen sin resolverse. ¿Nos indica la Constitución si avanzamos más hacia una "forma de estar juntos" que vaya más allá de los lazos débiles que ofrece el mercado? ¿O más bien refuerza los nuevos asuntos en que la Unión ha ido incorporando valor desde la época de Jacques Delors (medio ambiente, empleo, inclusión social)? ¿Avanzaremos más o menos desde las nuevas bases constitucionales hacia políticas redistributivas entre personas y territorios dentro de la Unión? ¿Cómo será ello recibido por países muy reticentes a perder su distintividad en esa cuestión? ¿Permitirá la nueva base constitucional resolver mejor o peor los conflictos territoriales internos de cada Estado?

Probablemente nos estamos moviendo del debate sobre si queremos más o menos integración europea, hacia un nuevo eje de conflicto en el que el dilema se sitúa en el tipo de integración hacia el que queremos avanzar. En algunos estudios recientes coordinados por Gary Marks se habla del creciente interés de franjas de europeos en asuntos como incrementar la igualdad de oportunidades, sobre todo para mujeres y minorías; más ayuda a los pobres, excluidos y a los países del Tercer Mundo; más equilibrio territorial, más defensa de los consumidores. ¿Conseguiremos avanzar en ese tipo de integración o no? Lo cierto es que los elementos que algunos caracterizan como "nueva política" (estilos de vida, medio ambiente, participación directa, elementos de identidad cultural...) se mueven más fácilmente en el contexto supranacional europeo que en los enclaves estatales. Ello explicaría que lo que algunos llaman el eje TAN (tradicionales-autoritarios-nacionalistas) incremente su antieuropeísmo, mientras que los VAL (verdes-alternativos-libertarios) se muevan mejor en los nuevos espacios que ha ido abriendo Europa. Ante todo ello, nos convendría ir un poco más allá de las adhesiones inquebrantables o de posiciones de creyente sin fisuras. Creo que empieza a llegar la hora de preguntarnos hacia dónde nos dirigen y, por tanto, si lo que nos ofrecen permite realmente visiones alternativas, ya que cada vez hay más respuestas distintas a distintas Europas.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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