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Columna
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Kafka no se jubila

Un amigo mío, del sufrido gremio de la enseñanza, decidió jubilarse a los 60. Con 35 años de servicio en la infantería de la educación, y puesto que ya nadie le explicaba en qué iba quedando su tarea, pensó que era preferible pasarse las mañanas al sol y las tardes al dominó. Arregló los papeles y se dispuso a vegetar felizmente.

Qué poco le duró esa ilusión. Hace algo más de un mes, tuvo que acudir a su médico de siempre, y cuál no sería su sorpresa cuando el facultativo le informó que le habían dado de baja, vamos, que no tenía asistencia sanitaria. ¿Cómo, si todavía no me he muerto? Sólo estoy jubilado, bromeó el iluso. Pues vaya usted al mostrador. En el mostrador (primero de una serie que llegaría a 12, con sus respectivos ordenadores) le dijeron que allí no podían arreglárselo; que fuera a la Tesorería General de la Seguridad Social. A tan pomposo establecimiento, en la otra punta de la ciudad, dirigió su coche mi amigo. A la entrada, le hicieron vaciar de metales los bolsillos y pasar por un arco de seguridad, cual si fuera a coger un avión o cosa semejante. En un mostrador le preguntaron qué quería. Tras explicarlo, le dieron un número para que lo atendieran en otro mostrador. Rato de espera y una señora le informó que la mutualidad de funcionarios (MUFACE) no le había dado de alta en la Seguridad Social. ¿Cómo que no, si yo y mi familia llevamos treinta y cinco años recibiendo asistencia sanitaria?, argumentó tímidamente el jubilado. Pues vaya usted a la MUFACE y que le den el alta otra vez. Vuelta a coger el coche. En la MUFACE, tras varios mostradores y unos 40 minutos, le comunicaron que la Seguridad Social, en un reajuste informático con Andalucía, había perdido los datos de muchos funcionarios, pero que no quería reconocerlo. Por si acaso, le dieron el alta otra vez. Con este documento, mi amigo tornó a la fortaleza-morada del Tesoro. Y vuelta a vaciar los bolsillos y a que le asignaran otro mostrador. Ratito de espera, y una nueva empleada le recogió el papel. Pero también le pidió que le entregara su tarjeta de asistencia sanitaria y, ante el estupor de mi amigo, se la hizo pedazos con unas tijeras. A cambio le entregó otra provisional, un feble cartoncito que al buen hombre no le infundió ninguna confianza. La definitiva le llegará por correo, aseguró la empleada.

Un par de semanas después, el jubilado volvió a necesitar de asistencia sanitaria. Fue con su cartoncito al médico, y este le informó que si bien podía atenderle, no podía recetarle. ¿Y eso? Allí nadie supo explicárselo. Tras recorrer de nuevo los mismos mostradores, y aun otros, le dijeron que tenía que proveerse de un talonario de recetas de la mutualidad, "como siempre". Pues yo jamás he usado semejante cosa, dijo él. Pues lleva usted 35 años recibiendo medicinas irregularmente... Mi amigo no sale de su asombro, que va derivando en angustia.

Ahora teme que cualquier día le reclamen el pago de esos innúmeros medicamentos, y le parece mala señal que no acabe de llegarle la tarjeta definitiva. Le da pánico tener que volver al médico y sólo le quedan dos opciones: hacerse un seguro privado o morirse directamente. Se lo está pensando.

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