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Pírrica victoria de ETA

El día 30 de diciembre de 2004 el Parlamento de la Comunidad Autónoma Vasca aprueba la tramitación legal del llamado plan Ibarretxe con los votos favorables de la mitad de los seis parlamentarios de la ilegalizada Batasuna, cuyo líder lee desde el estrado, a modo de justificación de ese voto parcial y sesgadamente positivo, una carta de Josu Ternera, dirigente de ETA, autorizándole a ello.

Los dirigentes del PP, algunos miembros del PSOE y todos los medios de comunicación a los que "les duele España" se apresuran a declarar que estamos ante una victoria de ETA y que es preciso proceder con urgencia a defender como sea la amenazada unidad de España. Prescindiendo de esa moraleja práctica, aceptemos como hipótesis, y sin que sirva de precedente, que se ha producido, en efecto, una victoria política de ETA. Y preguntémonos a continuación acerca de algunas de sus paradójicas consecuencias inmediatas y sobre sus antecedentes históricos.

Empecemos con las consecuencias. Si resultara cierto que la carta de Josu Ternera que leyó Otegui en el Parlamento vasco significa que ETA y Batasuna respaldan el proceso político cuyo desenlace proyectado es la consulta en referéndum del plan Ibarretxe a la población de la Comunidad Autónoma Vasca "en condiciones de ausencia de violencia", ello querría decir que, al menos hasta el día después de ese hipotético referéndum, ETA tiene la intención de abstenerse de matar.

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Lo cual, sea fruto -como parece probable después de la reciente desarticulación de la cúpula etarra- de la pura y simple impotencia material o de un maquiavélico cálculo político, es sin duda, en cualquier caso, una buena noticia, especialmente para aquellos más directamente amenazados por ETA, algunos de los cuales sin embargo, sorprendentemente, se muestran especialmente molestos y agraviados por esta tregua implícita o forzada, como se mostraron igualmente ofendidos por la llamada "tregua-trampa" que siguió al Pacto de Lizarra: 14 meses sin muertos entonces y más de 20 meses ahora son quizá poca cosa para algunos. No lo son para quienes apreciamos la vida por encima de cualquier Causa.

Más consecuencias: en los próximos cinco meses los ciudadanos de la Comunidad Autónoma Vasca y los españoles en general tendrán ocasión de discutir -"en condiciones de ausencia de violencia" y con el grado de conocimiento y profundidad que se les antoje- el plan Ibarretxe, el proyecto de reforma estatutaria del PSE y el inmovilismo constitucionalista del PP; y ocurra lo que ocurra con la tramitación legal del plan Ibarretxe en el Parlamento español y ante el Tribunal Constitucional, los ciudadanos vascos tendrán ocasión en las próximas elecciones autonómicas de mayo de 2005 de decidir con su voto la composición del futuro Parlamento vasco, la formación del futuro Gobierno vasco y, por lo tanto, el destino político de los distintos proyectos de conservación o reforma del Estatuto de Autonomía defendidos por el PP, el PSE y el PNV-EA.

Lo cual quiere decir que ningún demócrata tiene motivos para alarmarse. Para que la hipotética "victoria de ETA" del 30 de diciembre llegara a comenzar siquiera a materializarse tendría que pasar por un doble filtro democrático. Para que el plan Ibarretxe, sea cual sea su suerte en su tránsito seguro por el Parlamento español y en su tránsito probable por el Tribunal Constitucional, llegue a ser sometido al referéndum de los ciudadanos vascos, es preciso previamente que así lo decida el Parlamento y el Gobierno vascos salidos de las elecciones autonómicas de mayo. ¿Por qué no dejar a los ciudadanos vascos que discutan, voten y se pronuncien libremente, "en condiciones de ausencia de violencia" y sin alarmismos apocalípticos?

Vayamos ahora a los antecedentes históricos de esta situación para hacernos una idea aproximada del carácter pírrico de esta "victoria de ETA". Desde su fundación hasta la muerte de Franco, ETA mató a 43 personas. Sus textos revelan que entonces los etarras proyectaban e imaginaban su victoria, el logro de una Euskadi independiente y socialista, con arreglo a distintos modelos sucesivos y a veces superpuestos, todos ellos grandiosos: la victoria de la Irgum y la Haganah israelíes frente a los británicos y los árabes, la victoria del FLN argelino frente a los franceses, de la guerrilla de Castro y Guevara frente a Batista, del ejército campesino de Mao frente a los japoneses y el Kuomintang, del Vietcong frente a EEUU. En un opúsculo de la época, Hacia una estrategia revolucionaria vasca, que fundamentó teóricamente la infernal dinámica "acción-represión-acción", ETA llegaba a prever lo que habían de hacer los patriotas vascos en armas cuando los marines norteamericanos desembarcaran en las playas de Euskadi para ayudar al Ejército español a intentar infructuosamente sofocar la insurrección nacional. Una imagen de victoria militar ligeramente distinta a la de Otegui leyendo desde un estrado parlamentario una carta del prófugo Josu Ternera sobre un Proyecto de Reforma de Estatuto de Autonomía a someter a referéndum.

Durante los primeros años de la transición, con los gobiernos de UCD, entre 1976 y 1982, ETA mató a 352 personas (96 en 1980, su récord). Más modestos que sus antecesores antifranquistas, los etarras de entonces proyectaban e imaginaban su victoria como una negociación de los puntos innegociables de la alternativa KAS con los mandos del Ejército español, con los "poderes fácticos" que -según se decía y ETA creía y quería- controlaban al Gobierno. Sólo tras la negociación vendría la tregua, nunca antes.

Las Fuerzas Armadas no estaban por la labor y no le dieron a ETA el gusto de esa victoria, pero Armada, Milans, Tejero y muchos otros que nunca sabremos si le dieron al menos el 23-F la parcial satisfacción de ver cumplidas sus aciagas profecías de "cuanto peor, mejor": un golpe de Estado de los sectores franquistas del Ejército es la máxima victoria política que ETA ha sido capaz de obtener en la época de mayor poder militar y capacidad operativa de que ha gozado a lo largo de su criminal historia. Esto es algo que, a juzgar por sus palabras a los miembros del Cesid en 1978, tenía muy claro el general Gutiérrez Mellado: "ETA no va a tumbar al Estado español, aunque es un gravísimo problema -nos dijo-. Los peligros para la estabilidad del Estado no vienen de ahí. La única amenaza real que planea en estos momentos es la posibilidad de un golpe involucionista militar" (Francisco Medina, Las sombras del poder, Espasa, Madrid, 1995, p. 76). El ministro Bono aparte haría bien en meditar hoy sobre esas palabras de tiempos difíciles.

Durante los años en que gobernó el PSOE (1982-1996), ETA mató a 386 personas, con un pico máximo de 52 en 1987 y un apreciable descenso desde la detención en 1992, en Bidart, de la cúpula etarra Artapalo, que marcó el comienzo del fin político de ETA y abrió la primera vía de agua en el mito de la imposibilidad de acabar con "la organización" por medios policiales. En esa larga década y media, ETA fue rebajando poco a poco sus exigencias y pretensiones, declaró -en contra de todas sus proclamaciones previas- una tregua antes de las conversaciones de Argel, renunció a negociar con los "poderes fácticos" (quizá porque el PSOE logró acabar con la amenaza golpista) y consideró una importante victoria el mero hecho de sentarse a hablar de política con lo que antes llamaba despectivamente representantes policiales, con personal del Ministerio del Interior del Gobierno español. El fracaso de las conversaciones de Argel inicia en ETA un periodo de desconcierto político en el que se siente incapaz de imaginar siquiera en qué puede consistir su victoria soñada: se le llena la boca con la palabra "negociación", pero no sabe muy bien qué es lo que quiere negociar ni con quién. Tras la caída de Bidart (1992), ETA se obsesiona simplemente con sobrevivir: perdurar es entonces su única posible victoria.

Vayamos a los años en que gobernó el PP (1996-2004). En los tres primeros años, ETA mató a 24 personas antes de declarar una tregua indefinida en septiembre de 1998 explícitamente vinculada al Pacto de Lizarra e implícitamente motivada por la conciencia de su creciente debilidad y la amenaza de disolución policial. La "victoria" de ETA en Lizarra (lograr que el PNV y EA detuvieran "el péndulo patriótico" en el polo soberanista y se decidieran a defender de modo consecuente su propio programa máximo autodeterminista), acompañada del silencio provisional de las armas, ocultaba la renuncia política a su tradicional objetivo de negociar el futuro de Euskadi con el Gobierno de España y rebajaba el límite máximo de sus expectativas a intentar chantajear al PNV-EA con la amenaza de volver a las andadas.

Desde que, víctima de un notorio auto-engaño sobre su propia fortaleza, ETA cumplió su amenaza y rompió la tregua en enero del 2000 porque el PNV y EA no se plegaron a su esperpéntico plan de organizar inmediatamente unas elecciones ad hoc en todo el territorio de Euskal Herria (otra renuncia ideológica de ETA, que en el pasado siempre rechazó la democracia "burguesa" y sólo confió en el triunfo de las armas), ETA logró matar a 23 personas en el año 2000, a 14 en el 2001 y a 5 en el 2002.

Esta acelerada disminución de su capacidad letal, reducida a cero en el último año y medio, constituye un indudable triunfo policial cuyo mejor icono, culminación de sucesivos golpes a su dirección, comandos e infraestructura, es la reciente detención de su esquivo número 1, Mikel Antza, seguida poco después por la publicación de una carta de Artapalo y otros notorios jefecillos de la organización terrorista en la que reconocen sin ambages la derrota policial de ETA, su completa debacle.

Cuando todavía estaba sólo al borde del descalabro, ETA declaró una tregua para Cataluña a cambio de la magra "victoria" de una charla política con Carod Rovira, y la rápida condena de Batasuna a la matanza de Atocha reveló que la "al-qaedización" de ETA profetizada por algunos "expertos" del PP era sólo un delirio paranoico.

Policialmente derrotada, militarmente impotente y al borde de su completa desarticulación, ETA no parece estar ya en condiciones de chantajear al PNV-EA, como hizo en Lizarra, con la decisión de parar o de reanudar unas acciones terroristas que es incapaz de cometer. Por eso ha hecho, como últimamente acostumbra, de necesidad virtud, y ha disfrazado como pírrica victoria su última y monumental renuncia: si Josu Ternera es hoy el jefe de ETA, su apoyo actual a la tramitación del plan Ibarretxe "en condiciones de ausencia de violencia" implica la más categórica desautorización de la ruptura de la tregua (¿dónde han quedado las "esperpénticas" exigencias que motivaron esa ruptura?) y trata malamente de esconder bajo ese implícito retorno a "la tregua de Lizarra" lo que no es sino la bendita y desnuda impotencia de ETA.

Y si ETA carece hoy de la capacidad de chantajear al PNV y EA que aún tenía en Lizarra, ¿no irá siendo hora de reconocer que el plan Ibarretxe, el soberanismo, el autodeterminismo, e incluso el independentismo no son hoy concesión alguna al terrorismo sino, simplemente, el programa político libremente elegido por la mayoría de los nacionalistas vascos demócratas, cuyo principal partido, el PNV, ha hecho siempre oscilar pragmática y oportunistamente "el péndulo patriótico" hacia el polo, autonomista o soberanista, más conveniente en cada coyuntura política?

Si así se reconoce, el llamado "problema vasco", indisociable hasta ayer mismo del trágico problema moral del terrorismo, se convertirá en un vulgar problema político más, cuyo grado de gravedad dependerá para cada cual de su particular grado de intoxicación patriótica por uno u otro nacionalismo, vasco o español, pero para cuyo tratamiento sintomático -que no improbable cura- sólo se reconocerá como pertinente y legítima una terapia: el voto. Que no cunda el pánico. ETA nunca ha estado peor y, por ende, nunca los demás hemos tenido más optimistas expectativas.

Juan Aranzadi es escritor y profesor de Antropología de la UNED.

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