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Tribuna:EL DEBATE SOBRE LA REFORMA DEL ESTATUTO VASCO
Tribuna
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Tomarse en serio a Ibarretxe

Vale, ya sabemos todos que el plan Ibarretxe es inconstitucional, que resulta inadmisible, que está condenado al fracaso, que no tiene posibilidad de prosperar en el Congreso. Una muralla de imposibles se alza frente a él. Y, sin embargo, con toda timidez, pregunto: ¿no sería bueno tomárnoslo en serio, por lo menos a efectos argumentativos? Tomarlo en serio entraña no espantarse ante su sola presencia, no conjurarlo como si fuera un íncubo amenazador. Como diría Ronald Dworkin, tomárselo en serio significa aceptarlo como futuro posible y valorarlo en sus propios términos. Hablarlo "con toda naturalidad", como gusta de decir nuestro lehendakari. Discutirlo, no por masoquismo intelectual, sino porque una tal discusión de contenidos es la única que puede hacer nacer una opinión pública entre nosotros, los ciudadanos vascos. Y opinión, no trincheras ni pasiones, es lo que necesitamos en esta hora.

El 'lehendakari' ha ido haciéndose trampas y el texto final incumple sus propias promesas
La calidad democrática del ente libre asociado propuesto es muy inferior a la actual
El proyecto debería tutelar los derechos políticos y culturales de las nuevas minorías
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En mi opinión, una valoración objetiva del proyecto aprobado por el Parlamento vasco muestra dos cosas: en primer lugar, que Ibarretxe se ha ido haciendo trampas a sí mismo, alejándose de sus iniciales presupuestos argumentales, de forma que el texto final incumple sus propias promesas. Para comprobarlo basta comparar cuidadosamente las presentaciones que él mismo realizó ante el Parlamento vasco el 27 de septiembre de 2002 y el 26 de septiembre del año siguiente, con el texto presentado por el Gobierno vasco el 28 de octubre de 2003 y con el aprobado finalmente por el Parlamento el 30 de diciembre pasado. Y, en segundo lugar, que la calidad democrática del ente libre asociado a España que propone es muy inferior a la del ente político autónomo que ahora poseemos.

La primera trampa estriba en la definición de las mayorías necesarias para dar el paso autodeterminativo. Ibarretxe no podía sustraerse al impacto que la valiosa opinión que en 1998 el Tribunal Supremo de Canadá produjo en esta materia: son necesarias mayorías claras y repetidas. Y, efectivamente, en su intervención de septiembre de 2003 el lehendakari proclamó que su proyecto "exigiría una mayoría clara de conformidad con el Tribunal Supremo de Canadá que interpreta el Derecho Internacional vigente". Y así lo recogió también en el proyecto remitido al Parlamento en octubre de ese año: "Voluntad clara e inequívoca", decía su artículo 13-3º. Igual lo hicieron sus socios autodeterministas de Eusko Alkartasuna (cuya Ley de Soberanía Vasca, artículo 93, exigía para la secesión la mayoría absoluta del censo electoral) e Izquierda Unida (cuya Propuesta de Comunidad Federal Vasca, artículo 1-3º, exigía también una mayoría "en ningún caso inferior a la mayoría absoluta del censo electoral"). Y, sin embargo, sin que nadie haya explicado la razón, casi con nocturnidad, los tres partidos que apoyan el plan han convertido el texto finalmente aprobado en una simple "mayoría de los votos declarados válidos". Adiós Canadá, adiós a lo que el mismo lehendakari calificaba como "el Derecho Internacional vigente", ahora ya basta la mitad más uno de los votos emitidos.

Podría argüirse, claro está, que la propuesta presentada no es todavía una de secesión, sino una más restringida de libre asociación con el Estado español. Pero el Derecho Internacional es claro en este punto: la libre asociación con un Estado constituye un supuesto de ejercicio del derecho de libre determinación de los pueblos, exactamente igual que el establecimiento de un nuevo Estado independiente (Resolución 2.625 (XXV) de 24-10-1970 de la Asamblea General de Naciones Unidas). Por lo que las mayorías a exigir son las mismas. Lo cual es de todo punto lógico porque, como exponía el profesor Obieta Chalbaud (quien teorizó por vez primera ya en 1985 la libre asociación como posible solución para el encaje de Cataluña y el País Vasco en España), la libre asociación requiere indefectiblemente, como primer paso, la secesión formal del pueblo que posteriormente se va a asociar con el Estado en cuyo seno previamente se encontraba inmerso. Por eso las mayorías a exigir son las mismas en la secesión y en la libre asociación. Y si el lehendakari proclamaba orgulloso que su proyecto inicial era conforme al Derecho Internacional vigente, tendría ahora que admitir por pura coherencia que ha dejado de serlo.

Las palabras del profesor Obieta Chalbaud, fervoroso nacionalista pero también escrupuloso jurista, descubren la trampa jurídica fundamental que Ibarretxe pretende con su plan: pues lo que intenta es llegar al resultado final (la libre asociación) saltándose la obligada etapa intermedia (la secesión formal). Por eso su discurso más reciente, cuando reivindica la voluntad unilateral del Parlamento vasco como única instancia decisoria, incurre en una grosera aporía jurídica: la voluntad unilateral del Parlamento vasco puede quizás, si aceptamos la versión nacionalista de la historia, ser suficiente para la secesión de Euskadi, pero nunca podría serlo para la libre asociación con España. La voluntad unilateral de un cónyuge puede bastar para fundar el divorcio, pero la voluntad unilateral de una persona no puede fundar un matrimonio: para eso se requiere el consentimiento del otro.

Segunda trampa: la nacionalidad y sus consecuencias. Ibarretxe proclamaba retador el 26 de septiembre de 2002, sin duda mirando a Madrid, que "los sentimientos de identidad nacional no se pueden imponer ni se pueden prohibir por decreto, ley o constitución alguna. Hay que aceptar con toda naturalidad el que cada persona pueda tener el sentimiento de pertenencia y de identidad que desee". Es decir, una thin conception de la nacionalidad como opción personal, en la línea de quienes defienden romper la clausura nacional-estatal, como hacen Miquel Caminal o Josep Ramoneda. Una concepción que escinde definitivamente la ciudadanía y la nacionalidad, la primera como condición universal del sujeto político, la segunda como opción comunitaria particular de cada uno. Concepción un tanto sorprendente en un nacionalista confeso, como el tiempo aclaró pronto. En efecto, después de alguna duda al respecto (véase el borrador del plan filtrado a la prensa en agosto de 2003), el proyecto presentado el 25 de octubre de ese año y finalmente aprobado establece en su artículo 4-2º que la nacionalidad vasca es obligatoria para todos los ciudadanos que residan en Euskadi. ¿Dónde quedó aquella orgullosa proclama de que ninguna ley puede imponer la nacionalidad?

Esta segunda trampa que Ibarretxe se ha hecho a sí mismo puede parecer a primera vista una cuestión simbólica, terminológica, ayuna de trascendencia política. Y, sin embargo, es la clave para comprender la baja calidad democrática del proyecto que nos propone. En efecto, al imponer a todos los ciudadanos de Euskadi la nacionalidad vasca, Ibarretxe convierte a este ente político en una comunidad rígidamente uninacional. Desconoce deliberadamente la esencial plurinacionalidad de Euskadi, una plurinacionalidad constitutiva que es tan relevante como la española (o más si nos atenemos a las proporciones poblacionales respectivamente afectadas). Y si desconoce legalmente esos diversos sentimientos nacionales de sus ciudadanos -que sin embargo reconocía en su discurso de septiembre de 2002: "el pueblo vasco no es una realidad excluyente (...), sino compatible con el sentimiento de pertenencia a otras realidades nacionales"- lo hace precisamente para poder así escapar a las más mínimas exigencias que la democracia moderna plantea a los entes políticos plurinacionales.

Éste, en efecto, es el punto relevante para los ciudadanos que podrían llegar a ser regidos por el nuevo Estatuto: que el proyecto establece un régimen total y absolutamente unitario, que sencillamente desconoce las diferencias nacionales existentes entre sus ciudadanos y que, en consecuencia, nada prevé en cuanto al derecho al autogobierno de las nacionalidades minoritarias. Lo cual significa que, por relación a la vigente Constitución española, que sí reconoce e instrumenta ese derecho, el régimen proyectado significa una pérdida neta de derechos democráticos. Lo que actualmente se reconoce a los vascos en España, no se reconocerá en el futuro a quienes se sientan españoles en Euskadi.

Los politólogos han subrayado desde hace tiempo, una vez pasada la bella ilusión wilsoniana, que las secesiones y autodeterminaciones raramente solucionan los problemas de adecuación entre sentimiento nacional y formación estatal. Más bien, como dice Juan José Linz, se limitan a barajar de otra forma los papeles de mayoría y minoría nacional. Por ello, el nuevo régimen debe obligadamente reconocer y tutelar los derechos políticos y culturales de las nuevas minorías, a no ser que se dedique a practicar con descaro una política cultural asimilacionista de la minoría. Y ya lo advertía Robert Dahl: la secesión o asociación nunca podrá estar legitimada si el nuevo ente político resultante no reviste, por lo menos, la misma calidad democrática que el anterior. Que es lo que sucede ahora, me temo.

José María Ruiz Soroa es abogado

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