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Columna
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Hacer memoria

Dice un viejo adagio latino que pacta sund servanda; y puede que la sentencia valenciana de la paraula és l'home no tenga sino el mismo sentido: los acuerdos se toman para cumplirse, y quienes dan su palabra, a ella habrán de atenerse. Cuando los partidos mayoritarios se dieron la palabra, la convirtieron en acuerdo, y de una y otra nació la AVL, los actores entonces implicados en el resultado celebraron el éxito del proceso renunciando a lanzarse más reproches unos a otros por el tiempo perdido y la frustración acumulada. Que hubiera sido la derecha quien sistemáticamente impidiera la paz en el asunto, y que la izquierda fuera incapaz durante más de una década de salir de una política vergonzante de mínimos era ya agua pasada para unos dirigentes empeñados en lograr una paz duradera. El proceso iniciado con la consulta que el CVC hizo a la sociedad valenciana por encargo del gobierno valenciano, el dictamen que sirvió de cobertura al establecimiento del instrumento normativo que había de ser receptor de la devolución al mundo de la cultura del contencioso sobre la identidad del valenciano, los términos en que la ley que creaba la AVL marcaban el futuro no tendrían éxito si en la inmediata selección parlamentaria de los miembros de la misma no se tenía muy en cuenta un punto no escrito pero de crucial importancia: confeccionar una academia con miembros que no creyesen en ella como parte de la solución era o apostar a ciegas, o desearle una suerte fatal. En la selección de los miembros de la AVL se estuvo, como no podía ser de otro modo, un mucho pendientes los unos del IIFV, y los otros, de la RAV, aunque la pericia de los negociadores políticos, al final, consiguió colocar entre los dos bloques referentes uno consensuado para proveer un número suficiente de miembros con la previa disposición de anteponer el interés de la institución al de las referencias culturales o políticas inmediatas. Hubiera sido deseable que el volumen de este grupo fuera mayor para evitar hipotéticas polarizaciones significativas, aunque, por cierto, y durante mucho tiempo, ha sido este grupo el que habría logrado con su acción la mayor cuota de momentos de paz y sosiego de la vida de la AVL, y el mayor concurso de académicos. Desde la creación de la AVL, además, y descontando las dos defunciones de académicos, se produjeron abandonos que venían a explicitar que entre los académicos de primera hora ya se habían producido renuncias como consecuencia de haber entendido que el papel personal a jugar no era el que pensaban llevar a cabo cuando entraron (las defecciones de Carme Barceló y de Xavier Casp pueden ilustrar este apartado). Por eso ahora, y a la vista de la crisis abierta en los últimos meses, quizás convenga recordar a sus miembros, a todos, que lo que justifica su presencia es el compromiso sagrado contraído cuando aceptaron el nombramiento de trabajar para ir más lejos, para recuperar el tiempo perdido, para entenderse cueste lo que cueste, y no para tirar por la borda las esperanzas que pusimos en ellos. Quienes no tengan la convicción de que salir del atolladero llevará años, yendo todo bien, y que el papel de la AVL es más de honesta paciencia de sus miembros, de sosegado trabajo intelectual y de pedagogía hacia la sociedad que de estériles e inoportunas disputas sobre nominalismos quizás deberían meditar que podrían ser más útiles a la causa fuera de la AVL que dentro. ¿O no?

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