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Columna
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Grogui

Ahora que ya han pasado, lo voy a decir: las fiestas de Navidad son un petardo. Cada año intento tomármelas por el lado bueno y cada año acabo grogui desde el punto de vista sentimental, intestinal y financiero. Completamente grogui. Si sólo fuera un día, a lo mejor me llegaría el ánimo, pero en Cataluña la cuchipanda en familia se celebra dos días seguidos: el 25, Navidad, y el 26, San Esteban. Y las dos veces con la misma pompa y desmesura. La razón de que echemos la casa y la salud por la ventana en memoria de san Esteban, un santo de segunda categoría, se debe al pactismo crónico de los catalanes. Dos días de fiesta permiten desarrollar complicadísimas estrategias sociales destinadas a contentar por igual a los padres y a los suegros. De modo que a san Esteban le ha tocado fiesta grande por chiripa, por pura proximidad en el calendario. De ello se deriva que el nombre de Esteban sea más frecuente en Cataluña que en otras partes de España. Porque devoción, lo que se dice devoción, san Esteban no concita mucha. El Nuevo Testamento (Hch, 6-7) dice que san Esteban fue uno de los siete diáconos elegidos en los albores del cristianismo por los 12 apóstoles para iniciar lo que al cabo de varios siglos y muchas vicisitudes acabaría siendo la Iglesia católica primero, luego los Estados Pontificios y hoy la burocracia vaticana. En esto san Esteban tuvo poco que ver porque no duró mucho en el cargo. Era joven y, al parecer, muy guapo, hacía milagros y proselitismo, fue prendido, juzgado y apedreado hasta morir. En el oratorio de St. Étienne, en la catedral de Metz, se conserva y venera una de las piedras con las que fue lapidado. Este final bárbaro y triste, le valió el título de protomártir, es decir, el primer mártir. De modo que el 25 de diciembre celebramos el nacimiento de Cristo y el 26 la muerte del primero en pagar las consecuencias.

No soy sentimental, pero tengo buena memoria, que viene a ser lo mismo, y la Navidad no me deja indiferente. Por más que me hago el duro, las luces y las canciones, el belén y el turrón me remueven el alma. Pero a medida que van pasando los años, y mientras me voy quedando paulatinamente grogui, experimento un desplazamiento involuntario que va del Niño Jesús a san Esteban.

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