La destrucción total del paraíso
El 75% de la costa de Sri Lanka ha quedado devastado por el maremoto
Testigo mudo de la tragedia, el único que resistió en Galle el embate de las gigantescas olas del tsunami fue el fuerte construido por los portugueses en 1640. Sus muros de piedra de casi dos metros de espesor aplacaron la embestida del Índico, pero sólo protegieron el interior de esta histórica fortaleza que arrebataron a los portugueses los holandeses, y a éstos, los británicos hasta la independencia de la antigua Ceilán, en 1948. Fuera, la destrucción es total. Ayer, una semana después de la tragedia, el olor de los cuerpos descompuestos bajo montones de escombros, árboles y lodo hacía el aire absolutamente irrespirable.
El tsunami colocó a esta isla un cinturón de muerte de un kilómetro de ancho por 1.200 kilómetros de longitud (el 75% de la línea de costa), que se aprecia con trágica claridad conforme se descienden los 116 kilómetros que separan Colombo de Galle, la principal ciudad turística de Sri Lanka, situada en el extremo sur del país. A lo largo de la carretera, pueblos y aldeas se suceden como si fueran uno solo, debido a la gran densidad de población: 19,5 millones de habitantes en 66.000 kilómetros cuadrados. La gran ola, sin embargo, como si se tratara de un urbanista demoniaco, separó los pueblos aumentando el horror en cada uno de ellos.
La llegada masiva de voluntarios también sume la carretera en un caos de tráfico
Las escenas dantescas se suceden en los 116 kilómetros entre Colombo y Galle
Galle es el mismo infierno. Es imposible imaginar tanta destrucción junta. Las tiendas y casas que se levantaban entre la playa y la carretera son un amasijo pestilente, bajo el cual duermen, sin duda, algunos de los más de 5.000 desaparecidos que siguen buscando familiares y amigos. "Ayúdenos. He perdido mi puesto y mi casa. Mi mujer se rompió una pierna y está en el hospital con mi hija de dos meses", afirma Diyi Yagat, de 21 años, mientras apunta a los escombros de lo que fue un activo mercado de pescado, donde él tenía el puesto número seis. Pese a ello, Yagat no es de los más desafortunados. Su hermano, la suegra, la mujer y el hijo murieron cuando la gran ola convirtió en cuchillos los cristales de la diminuta cristalería, cuya habitación superior servía de vivienda.
El estadio de críquet de Galle, orgullo de los millones de esrilanqueses aficionados a este deporte, quedó arrasado. En el campo, junto a la tribuna de autoridades, el tsunami colocó un autobús. A su lado, en el margen interior de la carretera, se alzan algunas paredes y letreros que recuerdan que era una de las calles más comerciales del puerto natural más importante de Sri Lanka. Entre los restos machacados de comercios y talleres, decenas de hombres rebuscan para poder decir que tienen algo. Como Supersinghe, de 49 años, que tenía una verdulería y al que la gran ola le arrebató a su hermana mayor.
Las escenas dantescas aparecen mucho antes de llegar a Galle. Comienzan en Moratua, 20 kilómetros al sur de Colombo, donde ayer se prendían hogueras con los escasos restos dejados por el tsunami de cerca de mil chabolas, construidas en madera y uralita. La tragedia va in crescendo hasta Paiyágala, donde decenas de voluntarios se dedican a retirar los escombros del Colegio Católico de la Santa Cruz. Aquí la gran ola "mató sólo a 50 personas", dice Dananyie Yaratna, "porque los 70 niños matriculados estaban de vacaciones". Una barca fue a parar a mitad del patio del colegio derruido y en los cocoteros se enredaron las redes de pescar. Según Dananyie, sobre el lugar cayeron dos olas enormes. La segunda fue la que reventó todo.
La mañana del domingo es aprovechada por miles de esrilanqueses para ayudar a los damnificados. Les llevan ropa y alimentos y, sobre todo, colaboran en el desescombro. La tarea es ingente, la maquinaria escasea y casi todo se hace a mano, incluida la retirada de bloques de hormigón cuyo peso dificulta enormemente las labores. Es imposible hacerse una idea de cómo se trasladará y donde se dejará tanto escombro.
La llegada masiva de voluntarios también sume la carretera en un caos de tráfico y un embotellamiento agotador. El viaje de ida y vuelta cuesta 12 horas de paciencia aliñada por la conmoción que provoca el espanto, mientras miles de damnificados se acercan a la calzada a recoger lo que buenamente les traen sus compatriotas.
A lo largo de esta carretera de la muerte las únicas sonrisas proceden de los paneles publicitarios que, al estar perpendiculares al mar, se han salvado milagrosamente de la irascibilidad de las aguas. Bajo uno de ellos, en el pueblo de pescadores de Beruwala, el tsunami colocó una barca partida en dos. Muchas otras barcas fueron lanzadas un centenar de metros tierra adentro y los equipos de rescate han retirado al arcén un barco de considerable tamaño que, trasladado por las aguas a la mitad de la calzada, impedía el tráfico.
El avance por carretera parece una continua apuesta por lo más difícil. El mar se ha llevado un trozo de la laguna de Aludgama, que ha perdido su forma circular para adoptar la de un cruasán. En Cósgoda las olas fueron capaces de levantar algunas de las enormes piedras que pretendía liberar la carretera del embate de las olas y las lanzaron al otro lado de la calzada como si fueran cáscaras de nuez.
El puente de hierro de Ambalanga se lo tragó el océano y una cuadrilla de operarios dirigida por el oficial técnico Munasinghe da Silva se afana en colocar el nuevo para que hoy pueda abrirse al tráfico este tramo de carretera. Mientras tanto, se accede a Galle por las carreteras del interior, en las que ayer la policía limitó el tráfico a los que tuvieran una misión concreta: ayuda humanitaria y periodistas, pero a los curiosos los mandó de vuelta para evitar el colapso total del tráfico en la zona.
Después de tanta destrucción, el verde suave de los arrozales del interior, el perfume de sus papayas, mangos y árboles de la fruta de la pasión, de la canela y el caucho amortiguaban el impacto emocional de tanta desgracia.
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