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Reportaje:VIOLENCIA EN IRAK

Faluya, capital del horror

La guerra nunca ha terminado en la ciudad más castigada de Irak por el terror de la insurgencia y las ofensivas de EE UU

La guerra nunca acabó en Faluya, la ciudad que se ha convertido en símbolo de la resistencia suní a la ocupación norteamericana de Irak y en capital del terror. Situada a unos sesenta kilómetros al oeste en línea recta de Bagdad, la carretera que parte Faluya por la mitad era un resumen de lo que fue esta ciudad suní antes de su destrucción durante la ofensiva estadounidense del pasado noviembre: en la entrada, cerca del nudo de comunicaciones que enlaza con la autopista que une Bagdad y Ammán, muchos talleres mecánicos y descampados donde aparcaban los camiones; más allá proliferaban los restaurantes populares -muchos bagdadíes decían que en Faluya se comían los mejores kebab del país- y los cafés. Luego la carretera Número 10 era engullida por la urbe laberíntica, de casas bajas, construida entre el desierto y el río Éufrates. En la calle principal estaba el Ayuntamiento, que servía también de sede para las reuniones de los líderes tribales, y el principal cuartel estadounidense, un Fort Apache forrado de alambradas.

La ciudad ha sido, desde los noventa, un centro del wahabismo en Irak
"No hay paz sin Sadam", rezaba una pintada poco después de la invasión
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Pero esta población dormitorio de más de 200.000 habitantes y gobernada por tribus favorecidas por su fidelidad durante el régimen de Sadam Husein, no se levantó en armas contra el invasor en un primer momento. Tampoco se libraron grandes combates en su alrededores. Cayeron bombas, por supuesto, muchos almacenes fueron destruidos y hubo saqueos, pero no oposición armada. Los problemas empezaron pocas semanas después de la caída del dictador, en abril de 2003, y una vez que se instalaron tropas de Estados Unidos allí.

Los registros de casas con perros -un animal impuro en el islam-, los cacheos de mujeres, la utilización de gafas de visión nocturna, con las que, según muchos vecinos, los soldados podían ver a su mujeres desnudas, los allanamientos de madrugada con música rock a todo volumen y la desaparición de los detenidos durante las redadas en busca de armas fueron soliviantando a una población donde los códigos de honor tribales seguían vigentes. Los jefes de las tribus Al Yumaila, Al Duleymi, Al Alwaisi y otras firmaron un acuerdo con los jefes militares norteamericanos para que los soldados se retirasen de la ciudad, concretamente al campo de Al Sadanie, a unos cinco kilómetros del centro urbano. Pero los registros y las redadas continuaron y el 28 de abril miles de faluyenses se dirigieron en manifestación contra el improvisado cuartel norteamericano. A los gritos de protesta y los lanzamientos de piedras siguió el ametrallamiento de la multitud por los soldados. Dieciocho vecinos murieron y 75 resultaron heridos. Había empezado la batalla de Faluya.

Pocas semanas después las deterioradas fachadas de las principales avenidas de la ciudad se llenaron de pintadas: "Alá bendiga a los muyahidin". "Faluya, símbolo de la yihad". "Seguidores del profeta, vengaos de América". "Resistid a los invasores" e incluso "No hay paz sin la presencia de Sadam". Los soldados norteamericanos seguían patrullando en sus vehículos humvees y en blindados las polvorientas calles, muchas sin asfaltar, odiados por una población que en un par de meses había sido condenada al paro y que había vuelto a la vieja tradición del contrabando -esta vez, entre otras muchas cosas, la importación de coches de Siria y Jordania- para subsistir.

Su proximidad a la autopista de Jordania es una de las principales características de la zona desde tiempos inmemoriales (a principios del siglo XX sólo había dos carreteras en Irak y una de ellas pasaba ya por allí) y la fuente de un viejo negocio: el contrabando y del bandidaje. Cuando, en los primeros meses inmediatamente posteriores a la invasión, antes de que se generalizasen los ataques y mucho antes de los secuestros occidentales, había una regla de oro para viajar de Bagdad a Jordania: salir de madrugada de la frontera y cruzar de día y en convoy, a toda velocidad (180 kilómetros por hora) y sin detenerse bajo ningún concepto, el tramo de 50 kilómetros entre Ramadi y Faluya, donde los asaltos eran muy frecuentes. Incluso en los tiempos del embargo, esa zona era considerada peligrosa para los comerciantes, en su mayoría árabes, que hacían negocios en Irak. Ahora, esa carretera dominada desde siempre por las tribus suníes de Faluya y Ramadi, es un territorio prohibido, una ruta cerrada.

La ciudad, por tanto, reunía las condiciones y la tradición, en un país en el que había desaparecido el Estado, para organizar la resistencia y los ataques a las tropas norteamericanas no tardaron en empezar. En sus cafés y en sus numerosos mezquitas -55 construidas y 25 más levantándose- eran patentes la tensión, la sospecha ante posibles delatores y sobre todo la determinación de sus vecinos para lograr la expulsión de los soldados extranjeros. La oración de los viernes en las mezquitas no dejaba lugar a dudas: "Estamos ante una prueba. La vida es una prueba para el creyente. Después de ella, será respetado o insultado", decía uno de los oradores. "Tenemos que formar una columna contra los agresores. Alá, ayúdanos a liberar nuestro país de las manos de los judíos y los estadounidenses", clamaba otro.

Ante el incremento de los ataques contra los soldados de EE UU y la cadena imparable de atentados terroristas, los norteamericanos empezaron a considerar a Faluya el principal centro de reunión de la yihad internacional. Islamistas radicales venidos de Arabia Saudí, Yemen, Siria, Jordania, etcétera, aseguraban, eran los responsables de la violencia. En junio de 2003 el sargento Estévez, un veinteañero de Nueva York, de la III División de Infantería, reconocía exhausto tras una patrulla que había "gente de Irán y Siria" que les atacaba. A las dudas que suscitaban sus conocimientos geográficos seguían las "pruebas", según él, halladas en algunos cadáveres y detenidos: "Tatuajes de fedayin". El alcalde de Faluya entonces, de efímera vida política -y puede que física también-, Taha Hamid Beduí, se limitaba a declarar: "Había árabes extranjeros antes de la guerra y siguen aquí, pero no puedo decir si disparan contra los americanos". Más concreta era la presencia en la ciudad de wahabíes (que siguen la interpretación más rigurosa del islam suní, impulsada desde Arabia Saudí), a los que la población local distinguía por su barba larga y por ir tocados por un bonete blanco.

Igual de vagas eran las respuestas sobre la participación de antiguos baazistas y partidarios de Sadam en lo que ya había empezado a llamarse resistencia o insurgencia iraquí, y de la cual Faluya era su epicentro. Algunos aseguran que Faluya era más fiel a Sadam que su propia ciudad natal, Tikrit. Es cierto que el dictador celebró allí su victoria en la madre de las todas las batallas, la guerra del Golfo de 1991, durante la que la aviación británica bombardeó por error un mercado, en el que murieron decenas de civiles como víctimas colaterales. El objetivo de la RAF era el puente sobre el Éufrates, donde 13 años más tarde, a finales de marzo de este año, serían expuestos salvajemente los cadáveres de los cuatro guardias de seguridad estadounidenses asesinados en una emboscada.

Pero también es verdad que Faluya había sido desde los años noventa, o incluso antes, un centro wahabí, y este tradicionalismo a ultranza podía verse en sus calles, por las que circulaban muy pocas mujeres, y todas tapadas, y los hombres vestidos en su mayoría con ropas tradicionales. El hecho de que antiguos miembros del Baaz, nostálgicos del régimen de Sadam de toda ralea, líderes tribales suníes, combatientes extranjeros, fanáticos próximos a Al Qaeda partidarios de Abu Musab al Zarqaui y wahabíes escogiesen Faluya como centro de operaciones demuestra los extraños lazos que la insurgencia contra Estados Unidos ha soldado en Irak.

Mientras se sucedían los diferentes cuerpos del Ejército estadounidense, desde soldados de caballería hasta los marines, y fracasaban una tras otra las negociaciones con los líderes tribales, la ciudad se iba convirtiendo en el centro de la resistencia, en una retaguardia cada vez más segura para retener a secuestrados, organizar comandos y preparar coches bomba. Pero el asesinato, linchamiento y mutilación de cuatro agentes de seguridad estadounidenses, y la exposición pública de sus cadáveres transmitida por las televisiones de medio mundo el 30 de marzo de 2004, hicieron la situación insostenible para la Casa Blanca. La primera ofensiva de abril se cerró en falso, cuando a principios de mayo, estadounidenses y líderes tribales acordaron dejar la ciudad en manos de una brigada de soldados iraquíes, al mando de un antiguo general de Sadam, que tardó apenas unos días en disolverse o en pasarse a la insurgencia.

Faluya, donde para entonces regía la sharia o ley islámica y era gobernada por una extraña alianza de clérigos suníes y los hombres de Zarqaui, volvió a quedar fuera de control de Bagdad hasta la ofensiva de noviembre, durante la que ocurrió lo que los militares y políticos de EE UU habían tratado de evitar durante meses: la destrucción de una ciudad, con imágenes que recordasen a los escombros de la II Guerra Mundial. Ahora en Faluya no quedan resistentes; pero tampoco casas ni apenas habitantes, que huyeron en masa antes de la ofensiva. Ochenta marines y al menos 1.600 iraquíes murieron durante el ataque, según cifras de Washington. Hasta ahora, unas 8.000 personas han vuelto al único barrio al que se permite el regreso. Aunque de forma esporádica, los combates continúan entre las ruinas. La batalla de Faluya no ha terminado.

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