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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Afloración de instintos

Ante la perspectiva de pasar las fiestas navideñas con mi familia extensa, he optado por pasarlas en la intimidad con mi madre y su ya inseparable Alzheimer. A la vista de los resultados creo que podría considerarse una buena elección.

Mi primo Ramón optó por la gran familia. Me comentaba luego que en Navidad no sólo se vuelve al calor y al amor de la infancia. También se recuperan los agravios ocultos, las envidias y rencores reprimidos. Con los años nos volvemos más sentimentales y la añoranza del tiempo ausente nos invita a invocar a nuestros recuerdos. Pero, en esta época, quien suele acudir a la llamada es la realidad afanosamente ocultada. Con la fiesta y el alcohol circulando con generosidad afloran junto a la ternura otros instintos no tan amorosos.

Las fiestas compartidas con mi madre han sido bien distintas. Aquí no es que salga a la luz nada de lo que permanece habitualmente en la sombra. No hay sorpresas. Las emociones se muestran y se captan en el acto, sin que sea Navidad. Y lo que no sale, es porque ya no existe tras la última devastación del cortex cerebral. Los pocos recuerdos que quedan, vuelven y vuelven y vuelven a asomar como peces en el río "por ver a Dios nacío".

Estuvo contenta. Y yo con ella, al comprobar que no aparecía ni atisbo de la angustia, tan temible en esa enfermedad. Comió y bebió disfrutando una y otra vez al oír que era Navidad. Y me decía: "Qué bien estamos; es como si nos conociéramos de toda la vida". Le di sus regalos al menos cuatro veces y cada vez me preguntaba: "Pero esto ¿es para mí?". Pasadas las doce de la noche, decidió que después de tan buena comida habría que echar la siesta.

He aquí, por primera vez, unas Navidades sin mancha. Quién se lo iba a decir hace unos años a esta descreída. Pero es que no hay edad en la que no se pueda aprender algo.

Así que mis navidades han transcurrido viendo el tiempo pasar en círculos a través de los ojos de una anciana que no sabe siquiera que soy su hija, y sin embargo recuerda que me quiere. Mientras tanto mi primo llenaba las suyas pasando de adultos y dedicándose a un sobrino que intentaba trepar a un sofá a dentelladas. Cuando intercambiamos nuestras experiencias descubrimos que no habían sido tan distantes. Compartimos mantel con el tiempo levemente recobrado y con el tiempo apenas atisbado. Ambos tratamos de encontrar algún sentido y, de vez en cuando, creímos haber capturado un retazo del tiempo o de la ilusión. Como mi madre cuando logra aferrar un recuerdo o el sobrino de Ramón al contemplar por primera vez el mundo desde lo alto del sofá.

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