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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Vacío de poder

Para hacer una Barcelona libertaria bis se coge un tierno jarret de ternera, tipo Biel Mesquida, se sala y se recuerda lo que este hombre escribió de corrido, la evidencia de que Barcelona le había hecho perder la cabeza y la verga. Una doble pérdida, por cierto, que aparecía bien sintetizada en aquel poster sixty que mostraba una cabeza masculina bajo la pregunta "¿en qué piensa el hombre?", y donde la raya del peinado del hombre se convertía en un hermoso y detallado desnudo de mujer. Mesquida es buena materia prima porque nació en Castellón, en 1947, vive en Palma de Mallorca y pasó buena parte de su juventud, esos años fértiles, en Barcelona, lo que asegura una mirada de pan con catalana, con butifarra catalana, nutricia, pues y diversa.

"Si la aventura se pudiera comer, Barcelona sería un tratado de gastronomía", escribió Mesquida al llegar a la ciudad

Tenía 27 años cuando llegó al llamado Salón Diana, teatro de la acracia, y una tarde le dijeron como el que echa a otro por la borda.

-Maco, sube y lee tus poemas.

Había escrito el joven Mesquida un libro inequívoco que se titulaba El bell país on els homes desitgen els homes.

Y en el libro había estos versos:

"Fou després que clavàrem aquella / pintada d'esperma al mur de les famílies, dels partits, / de les esglèsies, de les pàtries, de les nacions: dels / ídols".

Pertenecían al poema Prova d'epitafi y daban cuenta del nacimiento de una juventud.

Jarret lacado de esperma, la receta. La Barcelona libertaria, entre los años 1976 y 1978. Sexo. Mesquida consiente y consintió. Habitaciones. Puertas. Aquí te cojo y aquí te mato, exactamente. Hay que echar algunos nombres a la cazuela. Ocaña, Nazario, Rosa Novell, Mario Gas, Copi, Joan de Sagarra, Almodóvar. Almodóvar era entonces un empleado manchego de la Compañía Telefónica Nacional de España que hacía películas en superocho. Algunas noches pasó por el Salón Diana a proyectarlas. Eran mudas y lo más gracioso era cómo las explicaba Almodóvar. Una trataba de unas locas que se iban de excursión a la montaña y entonces venía un bandolero, ¡bandolerroooooooo!, las perseguía, y pasaba un caballo galopando, y las locas, ¡uyyyyyyyyyy...!, y salía la palabra fin, en un cuadrito blanco sobre el que caían chuzos de punta negros.

Parece como si esa Barcelona del Salón Diana que acabaría hecha pedazos en la explosión (y seguramente en la explotación) de las jornadas anarquistas del parque de la Ciutadella, hubiese supuesto, antes que cualquier otra cosa, la emergencia de la homosexualidad. Su celebración. Una homosexualidad. Efímera. Dioses muertos y sin Cristo todavía. Es decir, después de la ley de peligrosidad social y antes de que la homosexualidad fraguara en lobby de acérrimos. Mesquida: vuelta y vuelta sobre el homo. Durante muchas décadas la homosexualidad había representado la más negativa de las energías sociales. Cuando el viejo murió saltó el gran géiser de Haukavalurr. La homosexualidad exhibida se convirtió de pronto en una fuerza creadora. Es raro y veraz que cuando uno pierda la cabeza la gane. A pesar de las efusiones, y de las amenazas de convertir la intimidad en una pancarta, parece que supo resistirse y decir alto, entre la batahola: "Mi sexualidad es única, como son únicas mis huellas digitales". Quería decir que su única identidad sexual era la correspondiente al sujeto Biel Mesquida Amengual. Quería decir que el sexo y sus conmovedoras prácticas se reclamaban menos del ser que del estar.

Evocando aquellos años, una madrugada bajo el arco de un chorro de manguera donde bailaban Carmen Amaya y Antonio Gades, escribió: "Si la aventura se pudiera comer, Barcelona sería un tratado de gastronomía". La aventura era la acracia. Nadie sabía nada. Los ácratas habían muerto o, mucho peor para la memoria, estaban enterrados. La acracia era la foto del entierro de Durruti al paso por el Pla de la Boqueria. Mesquida la había mirado desde todas las posturas posibles. Era el tipo único de lecciones históricas con que contaban él y los suyos. Aquellos que cada tarde llegaban al Salón Diana para ver la revolución en teatro. Es decir, para pasar la juventud.

Las razones por las que en Barcelona, al principio de la transición política, se vivieron aquellos días de vino y alcachofas ofrece pocos misterios. Emplazado, Mesquida la clava ("Fou després que clavàrem aquella..."). Un vacío de poder. No es, exactamente, que no mandaran los guardias. O que los bancos, al tiempo que las cárceles abrieran sus puertas. Que la mili hubiera sido sustituida por la zarzuela. O que la derecha fuera un hombre llamado Joaquín Garrigues Walker. O que la nación temblara y los sucesivos apotegmas aún no hubieran sido redactados. Es cierto que no se pagaban las multas ni los impuestos, pero hacía ya bastante tiempo que eso sucedía. No. El principal vacío de poder estaba en otro lado. Los protagonistas de aquello fueron jóvenes muy diversos, surgidos por vez primera de ciertas periferias sociales, morales y urbanas. Poco que ver con las burguesías divinas. Por dentro de aquellos jóvenes vacíos aún no mandaba nadie. Ni el decrépito haz. Ni el envés.

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