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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La marginación de la escritora

Me horroriza la idea de que pudiera tener éxito en la vida", palabras memorables de Robert Walser, autor de la novela El Instituto Benjamenta que la ganadora del Premio Nobel de Literatura (2004), Elfriede Jelinek, considera como su obra literaria preferida. La escritora austriaca ha querido justificar su no asistencia a la entrega del Premio de la Academia Sueca con palabras parecidas a las de su maestro cuando dicen "que el peor lugar para un artista es la fama y que la marginación es el lugar del escritor" y, no contenta con esta declaración, la Jelinek coloca como título a su discurso televisado de entrega algo tan significativo como In abseit (al margen, en mi ausencia, fuera de juego, al lado de la vida).

Escribe cosas que incomodan a muchos, empezando por los editores y terminando por sus propios colegas
A Elfriede Jelinek no le perdonan especialmente que sea mujer-novelista defensora a ultranza de la importancia del lenguaje

El escritor suizo Robert Walser, maestro absoluto de Franz Kafka, al igual que el padre de la autora recién galardonada, terminó sus días encerrado en un manicomio pero, por mucho que murmuren los detractores de la escritura escrita por mujer, no es la locura la causa de esta prevención furibunda contra el éxito sino el más puro sentido común. Ahora, cuando está a la orden del día utilizar la literatura para triunfar socialmente en la vida, esta actitud de desapego hacia regalías mundanas es calificada de postura excéntrica o insensata. Para Jelinek, que ha disfrutado de los más prestigiosos premios literarios de la literatura alemana, como para el gran Walser, que no obtuvo jamás ningún galardón ni reconocimiento por su obra, el rechazo visceral al éxito social y literario podrá parecer un ejercicio de falsa modestia, una forma de curarse en salud, palabrería, resentimiento o envidia como no dejan de argumentar algunos rencorosos. ¿En este mundo de "escritores-estrella" qué hombre cabal se negaría a colaborar en el triunfo inmediato de sus libros? Hay que estar loco o ser idiota como para insistir en querer ser considerado como un verdadero artista pues, ciertamente, el ruido y el clamor tratan de apartar al artista de la palabra del espacio de silencio o encierro creativo que le resulta inherente para la realización de su obra. Una visión interesada de los mercaderes de la cultura consiste en burlarse del escritor en tanto que creador de lenguaje, lo que les permite abrir la puerta a todo el que quiera escribir y publicar uno o mil libros. Todos somos escritores. Mas lo cierto sigue siendo que fuera del manicomio, de la biblioteca o de la marginación el lenguaje literario no existe. Se resiste a salir. Se reblandece y banaliza. Acaso la única ventaja (por llamarlo así) que algunas contadas escritoras tienen sobre determinados escritores consista en haber sabido aprovecharse de la minusvalía en la que suelen arrinconarlas los mercachifles de la literatura. Desde esta escritura a la contra han tratado de decir las cosas como nadie las había dicho antes, por incomprensibles y demenciales que a simple vista puedan parecer algunos de sus libros. La verdad del arte siempre será un puñetazo en la boca del cortesano satisfecho.

Se llega a reprochar a Jelinek que sea dueña de un lenguaje hermético, críptico, ininteligible, personal que la hace no merecedora del Nobel, olvidando ex profeso que también escribieron con esta dificultad aparente los más importantes de sus predecesores en el galardón honorífico, como Samuel Beckett, Claude Simon o William Faulkner, considerados por ello a la medida de un genio.

Parece mentira que en un medio artístico como es el literario en el que, a diferencia de otros, la mujer ha conseguido desde siglos atrás igual importancia creadora que sus colegas varones (Teresa de Jesús/Miguel de Cervantes, Emily Dickinson/William Shakespeare, Virginia Wolf/Jorge Luis Borges...), y pese a los cánones con los que tantos maestros de la crítica nos aburren, todavía sea un hecho habitual que las escritoras de mayor peso artístico, voz y calidad literarias, sean relegadas a la invisibilidad o al vituperio.

A Elfriede Jelinek no le perdo

nan su independencia, misantropía, feminismo, fobia social, terrorismo político, sentido de la libertad, de la justicia social y, especialmente, que sea mujer-novelista defensora a ultranza de la importancia del lenguaje. Aquella antigua idea de que el lenguaje siempre será el mejor argumento de la obra, ¿recuerdan? Jelinek, de quien son sobradamente conocidas sus posturas radicales en defensa de los derechos humanos, es atacada por escritores de la derecha y también por algunos de la llamada izquierda que enjuician con sorna los "devaneos" controvertidos e imprudentes de la escritora austriaca cuando dice: "Un escritor nunca debe comprometerse con los poderosos, con los gobernantes. Debe criticarles, ése es su deber". Y también que: "Forcejea con las palabras hasta sacarles un nuevo sentido y desvelar al mismo tiempo el carácter ideológico que transportan, su falsa conciencia". Insiste en la dificultad del escritor para ordenar su lenguaje, por otra parte, tan malgastado por la sociedad mediática e hipócrita. Y para quienes creen que en literatura escribir frases significa lo mismo que plantar coles en la huerta, la "obscena" ganadora de este año manifiesta su protesta más profunda por la desaparición del lenguaje en la literatura, ya que la novela y la poesía se han convertido en algo funcional, útil para mercadear con cosas.

Y precisamente porque el lenguaje de la escritora escapa de los que se espera que debe escribir una mujer (historias sensibleras al estilo de la ama rosa contemporánea), Jelinek es calificada de "mujer madura, fea, homófoba, antipatriota, pornógrafa, sucia, excéntrica, demente, frívola o demasiado hermosa". Vicios, en suma, que no solamente le impiden ser una buena escritora a la altura de los célebres también premiados sin que, además, la hacen merecedora de una vida de escritora fantasma.

Las escritoras que, como la Je

linek, desisten de utilizar la palabra como oferta de trabajo han hecho de su reducto invisible su reino de escritura desde donde escriben cosas que incomodan a muchos, empezando por los editores y terminando por sus propios colegas. Escriben a su aire porque nadie las lee, salvo algunos lectores privilegiados que todavía asoman en el bosque impreso de la vida. Escriben contra la política, el poder, el lenguaje, la familia y tantos otros aspectos críticos de este mundo. Escriben como en definitiva han ido escribiendo los clásicos de la historia de la literatura: rompiendo moldes, produciendo textos que, para goce y disfrute del lector, necesitarán mucho más que una lectura. Vean, por ejemplo, este fragmento:

"Todo es normal. La gente aplaude, salpicándolo todo más y más de espuma. Pero nadie se levanta horrorizado de su asiento. Es demasiado tarde. Este Estado sigue más laborioso que nunca; no me extraña que no me dejen participar en sus planes de gobierno. Una vez me encargaron que cumpliera con una tarea, para convertirme en un criado, como muerto. Los muertos no se mueven, piensa el Estado... Todos llevamos fecha de salida. La vida es una carrera hacia abajo. Siempre hacia abajo. A veces, entre tanto muerto, me pregunto: ¿quién sigue vivo? No importa".

Autores reconocidos, cuando se ponen a hablar seriamente de literatura, se citan entre ellos, no sea que sus esposas les regañen o su hombría sea puesta en entredicho. Los medios de comunicación ensalzan sus productos políticos o comerciales y, cómo no, a los escritores de su cuadra particular. Los críticos, más perspicaces, temen colocar a una novelista a la altura que su calidad literaria merece, cosa que perjudicaría la misoginia que debe cultivar todo escritor que se precie. Elfriede Jelinek, al igual que Carmen Laforet y otras autoras valiosas que casi nadie recuerda, pertenece al tipo de escritoras que resucitan al morir pero sin exagerar demasiado en el levantamiento del cadáver no fueran a entorpecer las ventas promocionales de los todavía presentes. Pocos se dan cuenta de que la invisibilidad de la escritora, su no saber vivir sin escribir, ha sido la mejor invitación para seguir haciendo buena literatura. Peor para aquellos que todavía insisten en seguir ignorándolo.

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