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Aparcar en el espacio público

Hace algunas semanas el Ayuntamiento de Barcelona anunció la regulación de todo el espacio público destinado al estacionamiento en el centro de la ciudad. Una medida no exenta de polémica que ha encendido un animado debate en los medios de comunicación. Éste se ha centrado en el automóvil y la congestión, por un lado, y las tarifas, por el otro, con lo que ha excluido un elemento fundamental de toda política de aparcamiento: el espacio público. Un espacio complejo en usos y gestión y compartible en esencia, que parece ser cada vez más exiguo. Aunque sepamos que su superficie es siempre la misma, nuestra percepción lo vislumbra cada vez más pequeño, como si de una tela que se encoge se tratara. Este efecto óptico es el resultado de la continuada introducción de nuevos elementos y usos, añadiéndole complejidad y dificultad de gestión, lo que impulsa, queramos o no, hacia nuevas normativas y regulaciones.

El debate es cómo compartir un espacio público que cada vez tiene más públicos, más usos y más demandas

Desde que el espacio libre delante de la vivienda se convirtió en espacio público conectivo, rompiendo el sentido laberíntico que tenía hasta entonces y permitiendo circular por toda la ciudad, se han ido incorporando nuevos medios de transporte, y con ellos velocidades distintas, en algunos casos incompatibles. Además del peatón, circulan los autobuses, los tranvías, los automóviles, las bicicletas, etcétera, y cada uno de ellos requiere su parte de espacio (segregado o no). Pero a la vez nuestras calles, por suerte y gracias a políticas públicas adecuadas, son también lugares de encuentro, de paseo o comerciales. Y también lugares de protesta, donde nos manifestamos, donde gritamos, donde exigimos. Es en medio de todos estos usos donde tenemos que ubicar la regulación del aparcamiento como uno más y en competencia con muchos otros.

El debate no es si la ciudad está en contra o a favor del coche como si de un binomio simple se tratara, sino cómo compartimos un espacio público que cada vez tiene más públicos, más usos, más demandas. El debate, pues, es mucho más complejo y tiene que barajar variables más allá de las que conciernen al transporte privado, y formular preguntas con horizontes más amplios. Y para ello, el punto de partida es preguntarnos si nuestras calles y plazas tienen que ser zonas de aparcamiento, y si decidimos que lo tienen que ser, al menos algunas de ellas, decidir también en qué condiciones. Preguntas que sólo se pueden responder identificando de forma correcta el uso y la función que ejerce el centro de Barcelona no sólo en relación con la propia ciudad, sino como capital de un territorio que va más allá del Ebro y de los Pirineos. En estas circunstancias el límite y la exigüidad de las calles y las plazas aún se percibe de forma más evidente, porque la competencia por esa superficie finita entre usos y públicos deriva de demandas que van mucho más allá de los límites de la ciudad.

Y es en esta realidad que tenemos que preguntarnos en qué condiciones podemos aparcar y quién debe hacerlo. La propuesta que lanza el Ayuntamiento, el ente responsable de gestionar el espacio público, indica que tenemos que compartir el tiempo, con un máximo de dos horas en una misma plaza, ya que evidentemente no podemos compartir el espacio troceándolo en función de una demanda cada vez más amplia (el parque de automóviles en España supera los 20 millones de unidades, una por cada dos habitantes). Pero ésta no es la única condición, puesto que la política de aparcamiento quiere discriminar positivamente a los vecinos, ofreciéndoles condiciones más ventajosas, en tiempo y en precio, que al resto de las personas que usan el espacio público. Y éste es el aspecto más importante de la nueva normativa. Barcelona lleva más de 20

años regulando el aparcamiento en superficie: zonas azules, espacios reservados a carga y descarga, etcétera, pero nunca hasta ahora había considerado que el ciudadano de Barcelona, aquel que vive en esas calles y esas plazas, debe tener algunas ventajas en el uso del espacio público.

Podemos hacer mucha demagogia, podemos centrar el debate en falsos binomios o en circunstancias en que las lógicas individuales prevalecen frente a las colectivas, pero si no entendemos el espacio público como un territorio donde algunos vivimos y otros sólo aparcan no entenderemos la complejidad de la ciudad, y menos la de una ciudad que tenemos y queremos compartir con ciudadanos de otros lugares y otras latitudes. Compartirla con normativas eficaces, complejas e incluso polémicas, pero que pretenden hacer más vivible esta ciudad.

Carme Miralles-Guasch es directora del Instituto de Estudios Regionales y Metropolitanos.

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