Maragall, primer año
El Gobierno de izquierdas en la Generalitat catalana cumple un año marcado por un aterrizaje inestable y por una permanente fragilidad ocasionada por crisis sucesivas de distinta talla: desde la reunión de Carod en Perpiñán con dirigentes de ETA y su posterior salida del Gobierno hasta las cacofonías sobre el apoyo a Madrid 2012. Para gobernar hay que durar, algo que muchos ponían en duda antes incluso de que se formara el Gobierno. Pues bien, ya ha cumplido un año.
El presidente Maragall, pese a su adscripción socialista, ha jugado en el tablero simbólico del nacionalismo con la intención de bloquear los movimientos de la oposición de CiU. Con este papel, de dificil digestión fuera de Cataluña y dentro del propio PSOE, trata de apoderarse del centro político, entre el independentismo y el inmovilismo de cuño centralista. Pero esta sobredosis simbólica puede terminar regalando el control de la agenda a los nacionalismos enfrentados.
Maragall ha sobrecargado el debate, presuntamente para conseguir que tengan cabida todos los temas que considera de interés. El coste ha sido a veces el de difuminar las prioridades entre meros gestos y asuntos de calado como la reforma estatutaria. El balance del año es desigual: hay incumplimientos (igualdad de género, programa legislativo) y también relanzamiento de proyectos encallados (el Museo Nacional de Arte Catalán o la Feria del Libro de Guadalajara).
La alternancia ha redundado en más limpieza administrativa y mayor transparencia. Y ha sido positiva, aunque incómoda, para la gobernabilidad del nuevo Ejecutivo de Zapatero y para la reforma institucional: desde la participación autonómica en la UE al lanzamiento de un modelo de revisión estatutaria alternativo al plan Ibarretxe, a través de la senda constitucional. Las cuestiones simbólico-identitarias han dominado la escena política durante este primer año y han oscurecido algunas mejoras en la gestión presupuestaria o apuestas sociales como la regeneración de los barrios marginados.
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