La equidad en nuestro sistema sanitario
La equidad es uno de los propósitos generales que suscriben los sistemas sanitarios públicos. Un propósito que comparten todos los sectores implicados en las políticas de bienestar social, como principal contribución a la cohesión social que, en último término, comporta mejorar la salud de la población como tal.
Efectivamente, la población es algo más y distinto que la mera suma de las personas que la integramos. Y la salud se entiende también en positivo, diferente a la simple ausencia de enfermedad, sea el bienestar físico, psíquico y social o una forma de vivir plena, autónoma y solidaria.
Pues bien, en estos momentos de preocupación por la viabilidad del sistema sanitario, llama la atención que la inquietud a la que se presta más atención sea la reivindicación de más recursos, mientras que son mucho más raras las críticas a una orientación sanitaria que menosprecia las intervenciones comunitarias, fomenta expectativas desproporcionadas y genera un consumo médico inadecuado, con lo que el saldo resultante en términos de mejora de salud es incierto.
Decenas o centenares de miles de españoles siguen excluidos de las prestaciones
Quizá sea que la mayoría considera bueno el sistema y que sólo se necesitan retoques que, naturalmente, requieren nuevos recursos. Tal vez porque quienes ven la necesidad de una reorientación radical se desanimen por la envergadura de la tarea. No en vano el consumismo se ha instalado también en la sanidad y actúa como una especie de conjura de los necios en la que casi todos perdemos y los pocos que ganan no está claro que puedan seguir beneficiándose mañana, cuando se alcancen cotas de gasto sanitario realmente insostenibles.
Pero si el engranaje inexorable en el que estamos inmersos disuade de los intentos de una enmienda a la totalidad -un órdago que requiere jugadores intrépidos-, sorprende el poco eco que merecen las reivindicaciones de culminar efectivamente lo que promulga nuestro ordenamiento legal, siquiera en cuanto a la universalidad y al acceso a unas prestaciones comunes.
Quizá porque la mayoría de la población está convencida de que la universalización se ha completado o de que efectivamente dispone de un aseguramiento público único, características que son la principal garantía de la equidad de nuestra sanidad pública.
Afortunadamente, la reciente culminación del proceso de transferencias a las comunidades autónomas ha despertado de nuevo el interés por la equidad, aunque venga motivado por recelos seculares frente a periferias y autonomías. A pesar de lo cual, bienvenida sea la oportunidad para poner sobre el tapete algunos problemas graves de equidad de nuestro sistema, problemas que afronta decididamente la aportación de José Manuel Freire en el foro patrocinado por la Confederación Sindical de Comisiones Obreras (accesible en www.ccoo.es )
Uno de ellos es que desde finales de la década de 1990 no se ha avanzado apenas en el proceso de universalización, todavía por culminar. Decenas o centenares de miles de españoles siguen excluidos de las prestaciones de nuestro virtual sistema nacional de salud.
La causa de esta situación tiene que ver con que nuestro sistema nacional de salud no tiene una identidad material puesto que, en el fondo, no es más que la Asistencia Sanitaria de la Seguridad Social (ASSS) a la que se han añadido los recursos sanitarios de las administraciones públicas. Cualquier paciente al que se haya prescrito una receta de medicamentos lo puede comprobar si examina el envase del fármaco en el que figura el anagrama ASSS en un recuadro.
Así pues, los ciudadanos no incluidos en su momento en el sistema de la Seguridad Social siguen teniendo limitado el derecho constitucional a la protección de la salud, particularmente el de la asistencia sanitaria, deficiencia que se superaría asociando este derecho a la condición de ciudadano o de residente.
Pero no es éste el factor más importante que limita la equidad de acceso. Si bien cerca del 95% de la población tiene derecho a las mismas prestaciones asistenciales, más de tres millones de ciudadanos -los funcionarios civiles, militares y judiciales, la asociación de la prensa y las empresas colaboradoras- disfrutan de un aseguramiento distinto, un auténtico hecho diferencial más efectivo que los reclamados por algunas comunidades autónomas.
A pesar de que la propia Ley General de Sanidad preveía armonizar la asistencia sanitaria de estos colectivos en un plazo de 18 meses desde su promulgación en 1986, han transcurrido casi 20 años sin novedad.
Por otra parte, la persistencia de aseguramiento sanitario obligatorio para las enfermedades laborales y para los accidentes de trabajo y de tráfico sigue siendo una fuente de disparidades y también de ineficiencias para el conjunto de la población y de la sanidad pública, que se hace cargo de la atención a una parte considerable de los afectados.
Todo ello sin tener en cuenta las eventuales diferencias en la calidad de las prestaciones, que resulta más difícil de conocer cuando se proporcionan desde redes paralelas. En suma, una situación abigarrada y variopinta, fruto de una historia compleja que ha evolucionado sin la suficiente intervención clarificadora de los poderes públicos y con la complicidad -en una pequeña parte activa y en general pasiva- de la sociedad española.
Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona.
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