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Columna
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Normal

Estamos en la estación de las cifras: todos los días nos llegan números que se supone que son la quintaesencia de lo que ha ocurrido a lo largo del año. Y al verlos siempre recuerdo algo de una de las lecturas que más me han impresionado, La peste, de Albert Camus. Se dice allí que un montón de cadáveres humanos apilados no nos producirá una conmoción equivalente a la magnitud de lo que vemos mientras no haya, entre los muertos que están más arriba, un rostro conocido. Eso es cierto, y no tiene por qué estar mal en todos los casos. Por eso no creo que las cifras vayan a conmover a nadie que no tenga ya una conciencia preparada por la reflexión. De todas formas, hay cifras que no creo que vayan a figurar en los resúmenes del año y que también vale la pena interrogar.

Por ejemplo: para la última edición del programa Gran Hermano se hizo una selección de concursantes a la que acudieron 130.000 personas. Los responsables del programa insisten en llamarlo experimento sociológico, pero no explican el propósito del mismo. Es fácil de reconstruir, sin embargo. Se trata de verificar una hipótesis ciertamente macabra propia del realismo político menos complaciente: la resistencia por parte de los ciudadanos a la violación o la humillación de sus derechos o su dignidad disminuye en la misma medida en que la presión ejercida para violarlos se hace menos visible, menos violenta y más económica en todos los sentidos. Por ejemplo: cuando toma la forma, como es el caso, del entretenimiento. Puede parecer exagerado, pero no lo es.

El programa en cuestión, de considerable éxito de audiencia durante cinco o seis años ya, se basa en la aceptación tácita del carácter normal de dos prácticas simétricas que son igualmente anómalas y perversas: asomarse de manera sistemática a la privacidad ajena y aceptar ser constante y sistemáticamente vigilado y espiado. Cierto que la repetición del programa lo banaliza y lo hace hasta aburrido; de ahí que pierda eco respecto de las primeras ediciones. Pero eso también significa que aquella manera de ver como normal la renuncia a la privacidad propia y ajena se ha normalizado a su vez y goza de una aceptación que la deja fuera del alcance de la mala conciencia. La operación funciona con el reclamo del morbo que se exhibe, pero el verdadero escándalo no está en las cosas que podemos ver, sino en el hecho de que podemos verlas, en todo lo que ponemos de nuestra parte (o dejamos caer) para verlas. Cuando preguntaban a aquellas 130.000 personas por qué acudían a las pruebas de selección, la respuesta, fuese la que fuese, siempre era clara y muy segura: nadie sentía la necesidad de explicar el hecho de prestarse a lo que se estaba prestando, o no podía, o no lo dejaban, quién sabe. Y todo eso, creo yo, tiene algo que ver con la calidad de la vida en común, con la política.

Ya sé que no queda bien hablar en serio de Gran Hermano, y no quiero que parezca que lo hago por marcar una diferencia. Hablo por el miedo a que ese experimento que lleva ya seis años saliendo tan bien sea la muestra de un aprendizaje de la servidumbre que nos estuviera esperando. Y que sería televisado en directo.

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