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Columna
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Penitencias navideñas

¿Fiestas navideñas? Habría que discutirlo, porque mucho me temo que estas celebraciones de resonancias bíblicas presentan un alto componente penitencial -aunque, dada la complejidad intrínseca del género humano, no resulta imposible conciliar el concepto de fiesta con el concepto de penitencia: ahí está la Semana Santa, o la Cuaresma, o las orgías sadomasoquistas, pongamos por caso.

En estas fiestas, por una razón o por otra, todo el mundo sufre, en buena medida porque la empresa promotora es muy partidaria del sufrimiento como vía de beatitud. El que está quitándose del tabaco, por ejemplo, lo pasa fatal, ya que la tentación de reincidir en el hábito de echar humo se acrecienta, y lo más probable es que recaiga. El que fuma de modo habitual termina envenenado de alquitranes. El que nunca fuma acaba -por quién sabe qué repente dionisiaco- con un habano entre los dientes, o con un cigarrillo que sujeta con mano inexperta, porque estas fiestas invitan no sólo al exceso, sino también a la extravagancia.

La persona que está a dieta acaba perdiendo el control mental y se pone hasta el gorro de pestiños y chocolate, de licores y mantecados, de salsas barrocas y de turrones, y luego se las tiene que ver con su conciencia. El gordo engorda. El flaco engorda. El que tiene úlcera acaba en urgencias. Los triglicéridos hacen su agosto. El que apenas suele comer acaba indigestado. El alcohólico anónimo no se resiste a mojarse los labios en una copa de champán después de las 12 campanadas. El que nunca bebe se toma un par de copas. El que acostumbra a tomarse un par de copas acaba tomándose cuatro, y los que gustan de tomarse cuatro acaban con ocho encima, y hasta es posible que canturreen, porque el beber y el canturrear son artes complementarias. Incluso los niños acercan sus labios aventureros a la copa de espumoso, y los padres no dudan en celebrar esa temprana curiosidad enológica, entre otras razones porque ellos están ya hasta la nariz de destilados. Como hay que hacer regalos a mansalva, los pobres acaban siendo más pobres y los ricos menos ricos. Como hay que comer y beber más de lo prudente, se hace un gasto imprudente en el supermercado, y casi todo el mundo llega a enero con más trampas financieras que un Ayuntamiento. Para acrecentar el aire penitencial de estas fiestas, los niños se aburren en casa, señalando una y otra vez en el catálogo de juguetes las cosas que necesitan para seguir viviendo. Pasan ellos los días de tregua colegial soñando con artefactos prodigiosos, pero esos artefactos no podrán disfrutarlos hasta un par de días antes de volver a clase, cuando ya dispongan de horas muy contadas para jugar: una variante infantil del mito de Tántalo. Los adultos se desesperan al ir a comprar regalos para otros adultos, que ya tienen de todo, incluso lo que les sobra. Y acaban comprando, quieran o no, como una fatalidad que ni ellos mismos se explican, corbatas y alfileres de corbata, pitilleras y pañuelos, abrecartas y encendedores, y a lo sumo -si se trata de un familiar cercano- un pijama de fibra térmica con estampados geométricos.

De todas formas, y en la medida de lo posible, felices fiestas.

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