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Columna
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Un hombre, un voto

Josep Ramoneda

Entre las cosas que, a menudo, se ven distintas según se esté en el Gobierno o en la oposición está la ley electoral. A veces, partidos que han criticado reiteradamente el carácter injusto de un sistema determinado de adjudicación de escaños deducen cuando llegan al poder que si les ha servido para ganar no debe estar tan mal. Y se lo piensan dos veces antes de tocarlo. Cataluña tiene pendiente la ley electoral desde el inicio de la transición. Es un ejemplo de la manera familiar con que se ha gestionado la Generalitat: la norma provisional resultaba favorable para la mayoría gobernante; el cumplimiento, por elemental respeto institucional, del compromiso de dotar al país de una ley electoral se veía como un problema innecesario. El cambio de mayoría parecía un momento propicio para que por fin Cataluña tuviera la ley electoral pendiente. El principal partido del nuevo Gobierno, por segunda vez consecutiva, no veía traducida en escaños su mínima mayoría en votos. E incluso en el pacto fundacional del tripartito está escrito el compromiso de redactar esta ley. Pero en este Gobierno con tres almas hay sensibilidades e intereses distintos y Esquerra Republicana cree que tiene demasiado que perder con una ley más igualitaria, con lo cual lo más probable es que la operación reforma electoral siga en la sala de espera.

Debería criticarse un sistema que origine grandes desigualdades en la transformación de los votos en escaños

La ley electoral dice mucho sobre la idea que se tiene del poder. Por elemental respeto al principio de un hombre un voto, parece que no debería haber otra norma electoral que la que da a cada ciudadano el mismo peso: circunscripción única y representación proporcional. Sin embargo, lo que aparentemente debería ser lo normal es una rareza en el universo democrático. ¿Por qué? Porque se priman otras cosas sobre los valores democráticos básicos: el poder del territorio, las tradiciones conservadoras y el mito de la gobernabilidad, entre otras.

La tierra tira. A ella se sienten vinculados los patriotas. El territorio es la visualización material del país: la forma de representación que se ve en los mapas, el lugar en el mundo. La tierra es pues el trozo de planeta que nos cobija en el que se cultiva el trigo que nos salva del hambre: espacio propio -casa- y reserva para la subsistencia. El mundo empequeñece, el campo se convierte en patio trasero de la ciudad, los alimentos vienen de los lugares más variopintos, pero las referencias atávicas permanecen en algún rincón de los humanos.

Los nacionalismos se fundan en la conversión de la tierra en patria. La tierra, como soporte físico de una entelequia llamada nación, está por encima de la suma de los ciudadanos, que en democracia debería ser el único referente constitutivo de comunidad. El carácter sagrado de la nación permite despejar alegremente, en nombre de ella, a algunos ciudadanos de una cuota de su voto.

Evidentemente, si el territorio prevalece sobre la ciudadanía, el voto de los que viven en zonas menos pobladas es más importante que el voto de los que viven en las grandes aglomeraciones urbanas. Y, como es sabido, por lo general el voto del mundo rural o de las ciudades pequeñas es más conservador que el del mundo urbano. El sentimiento nacionalista tiene una innegable dimensión conservadora vinculada al arraigo y el valor absoluto de lo primordial. Además, primar el territorio es asegurar para el futuro que el voto de la inmigración tenga siempre un peso menor. Lo cual satisface a los sectores nacionalistas que ven la inmigración como una amenaza a los valores identitarios.

El nacionalismo conservador en su largo periodo de Gobierno entendió -con razón- que el modelo, fruto de las complejas negociaciones de la transición, le favorecía. Y no quiso tocarlo. En el fondo, los gobernantes nacionalistas estaban convencidos de que con él no perderían nunca. Y de hecho, si perdieron no fue por el sistema electoral, sino por la fuerza de las combinaciones políticas. En cualquier caso, es del interés de CiU que la ley no se cambie, o, si lo hiciera, en una dirección todavía más desigualitaria, inadmisible para los demás. A todos estos factores ligados a la tradición y las componentes atávicas del hombre se ha añadido, a menudo, otro argumento: el de la estabilidad y la gobernabilidad. Los sistemas proporcionales tienden a multiplicar la representación y a necesitar de coaliciones casi imposibles, que sólo conducen a la degradación y a la pérdida de eficiencia de la acción de gobierno. El resultado de todo ello es el intento de consagrar el bipartidismo -con pequeñas correcciones- como modelo óptimo para el buen funcionamiento político, confundiendo la natural polarización con una simplificación del espacio de representación que deja cada vez a más gente sin referentes con los que reconocerse. En las sociedades complejas actuales será muy difícil -hay síntomas de ello- mantener este esquema. En Cataluña, el pluripartidismo asoma por la doble división del voto conservador (entre nacionalista y españolista) y del voto nacionalista (entre conservador y de izquierdas). Y por esta misma razón los intereses respecto a la ley electoral encuentran contradicciones dentro las alianzas existentes o potenciales.

Si una de las razones de ser de la democracia es la lucha contra el abuso de poder, un sistema que provoque grandes desigualdades en la transformación de los votos en escaños dando, a veces, a unas minorías mayorías muy superiores a las que les correspondería debería ser, como mínimo, objeto de crítica. Y, sin embargo, se acepta con enorme naturalidad esta alquimia que reduce el peso del voto de unos ciudadanos y aumenta el de otros. Naturalidad que sólo se explica porque está ya muy asumido no sólo por los políticos sino también por críticos y analistas que lo que importa no es el ciudadano sino el poder. Y el gobernante siempre quiere un camino lo más despejado mejor.

Las propuestas que el consejero Joan Saura pretende presentar al Ejecutivo catalán, contra la voluntad de Esquerra, sin llegar a la proporcionalidad absoluta porque el señor Hondt sigue reinando, rectifican el modelo actual en una dirección más equilibrada. Y, sin embargo, las proyecciones a partir de los resultados del 16-N demuestran que el cambio no provocaría ningún cataclismo. Simplemente, un pequeño ajuste a la realidad del voto de los ciudadanos. A pesar de ello, es improbable que prospere. Porque Esquerra -como CiU- cree que a la larga le perjudicaría en su intento de ser el partido hegemónico en el nacionalismo, pero también por la defensa del territorio como pieza esencial del relato identitario nacionalista. El problema de las ideologías inefables es que siempre hay algo esencial e incuestionable que está por encima de los ciudadanos.

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