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Ucrania, ¿ahora o nunca?

Hace apenas diez años, Ucrania era un país prácticamente desconocido para la mayoría de los españoles, del que casi exclusivamente, teníamos el distanciado recuerdo del accidente ocurrido en la Central Nuclear de Chernóbil, aquél dramático 26 de abril de 1986. Un accidente del que muy poco conocíamos en sus consecuencias, aunque sí sabíamos que el estallido de uno de los reactores de la citada central en Ucrania había provocado una explosión atómica, diez veces superior en potencia a la bomba lanzada sobre Hiroshima y que emitió una radiactividad 200 veces superior a la de las bombas caídas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Habían pasado ya casi diez años de esta terrible catástrofe, cuyos efectos siempre quedaban difuminados en la distancia, y seguíamos sin poner nombre a las fotografías, sin conocer la realidad del dolor y del sufrimiento de tantas personas. Sin duda, ese desconocimiento, esa lejanía del dolor, eran buen bálsamo para tanta impotencia. Recuerdo las palabras de Lidia Leonets, Secretaria del Ayuntamiento de Slavutich -la ciudad dormitorio de los miles de trabajadores de la central nuclear de Chernobil, construida después del accidente, apenas a cuarenta kilómetros de la misma-, cuando nos encontramos por primera vez, en la primavera de 1996: "Sois los primeros extranjeros que vienen a conocer nuestra realidad; nadie antes había venido a visitar a las familias y a conocer a nuestros niños en su propio contexto". Allí, y en todos los lugares de Ucrania que conocimos después de tantos encuentros, descubrimos un pueblo orgulloso y hospitalario, que soportaba con dignidad y también con cierto escepticismo e impotencia, las consecuencias de una situación económica difícil y de una catástrofe ecológica y humana sin precedentes en la historia de la industrialización, en un contexto político desbordado por la corrupción y por la falta de estructuras y cauces verdaderamente democráticos; fruto desde luego, de la situación heredada tras la desintegración de la ex-Unión Soviética.

Convencidos de que el fomento de la amistad y cooperación con los pueblos del Este de Europa contribuiría al equilibrio y a la paz mundial, sellamos un verdadero pacto de solidaridad entre los pueblos de Ucrania y España, con ayuda de las autoridades de ambos países, logrando unir en la amistad y en la ayuda generosa a las familias españolas y ucranianas, y construyendo entre todos un puente de encuentro permanente, por el que transitan día a día hoy tantas realidades, tantas ilusiones y tantas esperanzas, y también, por qué no decirlo, algunos personajes infaustos y aprovechados. En ese ir y venir de contactos y de trabajo en común, forjamos en Ucrania amistades profundas y conocimos de cerca las ansias de libertad y de bienestar del pueblo ucraniano. Por eso, no sólo no me sorprende, sino que esperaba y deseaba desde hace tiempo, el estallido popular que ahora inunda las calles de este querido país, en un torrente de libertad, civismo y ciudadanía democrática.

Quizá a muchos observadores lejanos les haya sorprendido esta pacífica "revolución", o mejor, transformación del pueblo ucraniano, que ha sido capaz de anular un proceso electoral salpicado por la corrupción política que inunda el país, forjando un nuevo episodio de la reacción espontánea de los pueblos, ante la mentira y la corrupción políticas. Pero quienes tenemos buenos amigos allí, anhelábamos poder enviarles la felicitación y la solidaridad que ahora hemos podido transmitirles. Hace unos días hablaba por teléfono con Elena Sidelnikova y desde Kiev me decía emocionada: "¿Te acuerdas de las veces que me decías que no comprendías la sumisión, el silencio y el caminar cabizbajo de nuestro pueblo, ante tanta corrupción, ante tantas carencias?; por fin hemos levantado la cabeza, hemos dicho ¡basta! ante tanta opresión y tanta mentira". Siempre me llamó la atención la expresión triste y apagada que se reflejaba en tantas caras, en tantas vidas, y que podías contemplar en cualquier lugar, excepción hecha de los selectos ghetos reservados a una minoría de la población, a menudo enriquecida de manera rápida y sorprendente.

Pero como recordaba también mi amiga Elena ayer mismo, después de conocerse la anulación de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales por el Tribunal Supremo de Ucrania, el Partido Nueva Ucrania que lidera Víctor Yúshenko aún no ha ganado las nuevas elecciones, y no será fácil conseguirlo, si el rigor polar de una burocracia experta en el fraude y en la manipulación no se sigue combatiendo pacífica y ejemplarmente por un pueblo armado de bufandas, de velas y de enormes cantidades de té y café calientes, seguro que salpicados con regeneradora vodka ucraniana; un pueblo por fin dispuesto a alzar con orgullo su frente ante la historia, que se enfrenta quizá hoy al dilema del "ahora o nunca"; sabedor de que en este envite no está en juego sólo una elección, sino también el futuro de su propia identidad.

Para nosotros y para millones de esperanzados ucranianos, desde luego Yúshenko no es la panacea que dará solución a tantas carencias. Algo parecido nos ocurría en la reciente elección en EEUU. Pero sí puede ser el comienzo de un nuevo camino que acerque poco a poco a este querido país a su natural destino europeo. De momento, la presencia de la Unión Europea en todo el proceso de solución de la crisis hay que considerarla esperanzadora y eficaz. Ese camino ya empezamos a trazarlo hace diez años desde la sociedad civil, forjando el encuentro y la colaboración familiar, cultural y social entre los pueblos de España y Ucrania; curiosamente, entonces Javier Solana era ministro de Asuntos Exteriores de España y nos ayudó a iniciar ese sendero. Dentro de unos días, en la nueva votación, el pueblo ucraniano resolverá el dilema al que ahora se enfrenta. Desde aquí le transmitimos nuestra profunda solidaridad y el esperanzado deseo de que "la Nueva Ucrania" de Yúshenko triunfe en la votación, dando carta de naturaleza a una nueva Ucrania, severa con la corrupción y comprometida con el bienestar de todos sus ciudadanos.

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José Ramón Juániz Maya es abogado.

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