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Yo, emperador

En la guerra de las civilizaciones, yo fui Mochalesmagno, encargado de aniquilar a Temístocles, y aplastar su imperio como quien acaba con una plaga de cucarachas. Temístocles, el enemigo, tenía armas de guerra de alta tecnología, así que, aparte de mis graneros, mis almacenes y mis campesinos, tuve que entrenar un pequeño ejército para resistir el asedio al que me sometían sus tropas.

Yo, Mochalesmagno, envié mis trirremes con catapultas a atacar sus posiciones en la ribera del río Píxel, y perdí ciento veinticinco mil hombres en el intento, lo que me decidió a evolucionar hacia una sociedad más guerrera que aparecía en la pantalla poco a poco, en forma de minúsculos hombrecillos armados, y tomaba posiciones defensivas.

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Durante mi rearme, llegué a la conclusión de que el secreto del videojuego -supuesto paradigma de la realidad histórica- consistía en matar a cuantos más enemigos mejor, y en tener los ejércitos más modernos. Por un momento, mientras construía arquerías, fortalezas, caballerizas y talleres para máquinas de guerra, preparando la ofensiva bélica definitiva, me pasó por la cabeza la fugaz sospecha de que el que había inventado ese juego estaba loco, pero me reclamaban en pantalla mis recién nacidos guerreros sobre elefantes, y mis arietes, y además Temístocles se estaba poniendo pesado, y tuve que mandarle una galera para tenerle ocupado hasta que mis ejércitos estuviesen preparados para la madre de todas las guerras.

Por fin mi civilización, que estaba constituida sólo por varones adultos -no había niños, ni viejos, ni mujeres: es inútil preguntarse la razón- se lanzó al ataque contra el poderoso Temístocles. Surcaron ardientes el cielo los proyectiles de las catapultas, barritaron los elefantes a la carga, chocaron las espadas con una música sangrienta de metal y gritos. "¡A cuchillo! ¡A cuchillo!", gritaba yo, como un general enloquecido, ávido de sangre, con un ataque de ansiedad de tres pares de cojones que sólo podía calmar la victoria, dispuesto a pasarme toda la noche en vela hasta culminar mi genocidio particular.

Por fin, tras cuatro horas y media de encarnizada batalla -tal era mi enganche-, sonaron las trompetas del triunfo. Dejando atrás un panorama de muerte y desolación, un rótulo en la pantalla me indicó, entusiasta: "¡Has ganado!". Pero Temístocles organizó su resistencia, y cuando me marché a la cama después de apagar el ordenador, al cerrar los ojos, sus hombrecitos armados entraron en las filas de mis párpados, atacando a los campesinos en fase REM, así que seguí combatiendo en sueños, y supe que la batalla no había hecho más que comenzar. Como ustedes comprenderán, por la mañana estaba agotado, y decidí escribir éste artículo sobre la paz.

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