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LA INVESTIGACIÓN DEL 11-M
Columna
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Aniversario, tensiones e incertidumbres

El 26º aniversario del referéndum popular que aprobó la Constitución de 1978 está siendo conmemorado entre las tensiones provocadas por el recalentamiento del clima político, de un lado, y las incertidumbres causadas por la eventual reforma de su texto, de otro. Esas interferencias emocionales del cumpleaños se hallan unidas por una soterrada relación subyacente: la intencionada crispación interpartidista creada por la comparecencia de Aznar ante la comisión del 11-M y la frívola retirada al Aventino del Grupo Popular en el Pleno del Congreso del pasado jueves parecen anunciar el peligro de un futuro boicoteo del PP a la revisión de la norma fundamental. Porque las mayorías parlamentarias cualificadas requeridas por la propia Constitución para llevar a cabo la modificación de su texto necesitarían durante la presente legislatura -y muy probablemente también en las siguientes- los votos de los diputados y senadores del PP. A diferencia del artículo 168 de la Constitución, que exige los dos tercios de cada Cámara para revisar el Título Preliminar, la regulación institucional de la Corona y la protección de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, el artículo 167 rebaja a tres quintos la mayoría cualificada: sin embargo, también en este caso sería necesario contar con los 148 diputados (sobre 350) y 1os 126 senadores (sobre 259) del PP.

La actitud de los populares sobre la reforma de la Constitución no se relaciona tanto con la defensa doctrinaria de su intangibilidad virginal como con la estrategia del principal partido de la oposición frente al Gobierno y con las luchas por el poder en su seno. Los debates teóricos a favor y en contra de la inmodificabilidad constitucional fueron inaugurados por los Padres Fundadores de Estados Unidos a propósito de la primera Constitución escrita de la era democrática, aprobada en 1787 por la Convención de Filadelfia. Según Thomas Jefferson, los compromisos de una generación sólo pueden vincular a sus miembros, al igual que la tierra pertenece a los vivos y no a los muertos; dado que -la esperanza de vida era mucho más baja que ahora- la mayoría de la gente con madurez suficiente para ejercer su voluntad "no ha de vivir más allá de diecinueve años", el plazo de validez de "toda ley" -constituciones incluidas- sería de cuatro décadas. James Madison defendió con acierto las razones prudenciales contrarias a esa revolución permanente generacional.

La experiencia histórica confirma las lógicas resistencias de las sociedades a las modificaciones alocadas de las constituciones, pero también la imposibilidad de mantener contra viento y marea su redacción original. Aunque el articulado de la Constitución estadounidense de 1787 no haya sido modificado formalmente, las veintisiete enmiendas aprobadas a lo largo de dos siglos han completado el texto y modificado su sentido. En la actual Unión Europea, la cadencia reformadora ha sido casi anual en Alemania y Austria. Las revisiones que exigen -al igual que el artículo 168 de la Constitución española- la aprobación de dos legislaturas sucesivas son abundantes en otros países europeos: once reformas que afectan a 83 preceptos en Dinamarca; dos reformas referidas a 113 artículos en Grecia; seis reformas para 48 preceptos en los Países Bajos; siete reformas que tocan 21 artículos en Bélgica.

Pero la teoría y la práctica de la reforma constitucional ocupan un lugar marginal en el actual debate español. Con la llave de la minoría de bloqueo en la mano, el PP tiene plena legitimidad democrática para exigir a los socialistas y a los restantes grupos parlamentarios un consenso razonable en torno a las eventuales reformas parciales sobre la sucesión de la Corona, el Senado, la presencia del derecho europeo en ordenamiento jurídico español y la mención nominal de las comunidades autónomas. Sería deplorable, por el contrario, que los populares utilizasen esa blindada posición para iniciar negociaciones en falso, para imponer condiciones de imposible cumplimiento o para llevar hasta la exasperación la vida pública -como hizo Aznar durante la legislatura 1993-1996- con el exclusivo objetivo de provocar la disolución de las Cortes.

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